Es público que todas las corrientes de la derecha neoliberal guatemalteca sienten particular admiración por el expresidente colombiano, quien, de tan demócrata, consiguió manipular el Congreso para que se aprobara su reelección en 2006, muy al estilo del narcopresidente de Honduras, Juan Orlando Hernández.
Si un presidente de derechas moviliza sus fuerzas políticas para modificar la ley y obtener la reelección, los grandes medios de comunicación, financistas y seguidores dicen que es un acto democrático porque es el sentir de las mayorías. Pero, si, en cambio, lo hace uno considerado de izquierdas, el acto es condenado como uno autoritario y el presidente como un manipulador de los sectores populares. Así, han sido santas y buenas las modificaciones de las legislaciones de Argentina, Brasil, Honduras, Costa Rica y Colombia que permitieron que un presidente o expresidente pudiera reelegirse aun estando en el poder, pues el líder que buscaba la reelección era de los buenos, llámese Saúl Menem, Fernando Henrique Cardoso, Orlando Alvarado, Óscar Arias o Álvaro Uribe. Pero son desdichadas, corruptas y antidemocráticas si fueron promovidas por líderes no afines al discurso neoliberal. Así, las modificaciones que en Venezuela, Ecuador y Bolivia se realizaron en décadas pasadas fueron, todas, rechazadas y criticadas violenta e insistentemente por esos mismos medios y actores.
Álvaro Uribe es un agroindustrial con una amplia trayectoria política en su país. Ha sido alcalde de Medellín, gobernador de Antioquia, senador por varios períodos y presidente reelecto de la república. Representa claramente los intereses de los grandes poderes económicos, además de abanderar las posiciones más conservadoras y militaristas de la ultraderecha colombiana. Ha sido acusado de toda una serie de abusos, delitos y crímenes que van desde vínculos con la corrupción hasta vínculos con el asesinato de población civil. Pero, como es hombre claramente de derechas, todos los sectores de esa tendencia lo aplauden y defienden sin reparar en sus crímenes y actos abiertamente antidemocráticos.
Esta vez, sin embargo, la acusación no solo ha prosperado a pesar de toda la malicia puesta en el litigio por sus defensores, sino que la Corte Suprema de Justicia colombiana, habiendo el juez encontrado claros indicios de delito, ha dictado prisión preventiva para evitar que Uribe interfiera en el proceso. Porque la acusación es grave, aunque no del calibre de otras que arrastra. Se lo persigue porque, según las evidencias, quiso manipular y sobornar testigos para que acusaran a otro senador que, a su vez, lo denunció por apoyar al grupo paramilitar conocido como el Bloque Metro.
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Uribe no ha sido condenado ni mucho menos, pero sus aliados ya han comenzado toda una campaña, más emocional que racional, para intentar deslegitimar el proceso. Afirman que Uribe es quien salvó a Colombia (¿?), que no puede ser que el líder más importante de la democracia esté privado de libertad o que, siendo un padre de familia ejemplar, esté en esas condiciones. Él, que es el «demócrata de América», como dicen algunos, no puede sufrir ese atropello. El mismo presidente Duque, puesto allí por el mismo Uribe, en lugar de salir a exigir que se respete el proceso, ha hecho una defensa oficiosa del expresidente acusando a la corte de destrozar la dignidad de un patriota.
Pero, como dicen los colombianos, no importa si Uribe fue la última Coca-Cola en el desierto. No está siendo juzgado por sus actos de gobierno, por sus supuestos aportes a la democracia o por su condición de buen o mal padre. Lo que importa establecer es si en este caso sobornó o no, si lo intentó o no. Y para determinarlo con claridad es indispensable impedir que influya en más testigos, por lo que debe guardar prisión preventiva, que en este caso ha sido establecida de manera domiciliar.
Mas ¿qué tiene que ver Uribe con Guatemala? ¿Por qué, desde la Fundesa hasta el Congreso, gente como Rodrigo Arenas y Felipe Alejos lanza públicos mensajes expresando solidaridad y apoyo incondicional al político colombiano?
Pues porque Uribe ha sido por años el principal enemigo de Iván Velázquez, a quien, siendo aquel presidente, combatió y denigró más o igual que como lo hicieron Jimmy Morales y los suyos en Guatemala. Porque Uribe no es un demócrata, como tampoco lo son Arenas, Alejos y quienes desde los grandes consorcios económicos los financian. Ellos quieren imponer su visión de mundo sin importar los medios, a sangre y fuego si es necesario. Porque Uribe, como las fundaciones que dicen combatir el terrorismo perpetrándolo diariamente, no quieren la paz entre iguales, sino la sujeción de unos a otros. Uribe y sus aliados colombianos, como la Unagro en Guatemala, no quieren el desarrollo rural integral, sino mantener en la miseria y el ostracismo a las masas de campesinos que diariamente explotan. Uribe, como todos estos señores en Guatemala, se opuso a las negociaciones, así como a la firma y ejecución de los acuerdos de paz, porque la guerra ha sido para ellos un grande y magistral negocio.
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Pero resulta que, como se dice en Guatemala, cuando Dios da, da de junto. Y a los uribistas de aquí y de allá les ha caído como un enorme balde de agua fría la condena que el Tribunal Administrativo de Cundinamarca ha ratificado a favor de Iván Velázquez, quien acusó a los servicios de inteligencia del Gobierno colombiano, en particular al Departamento Administrativo de Seguridad (ya extinto) y al Departamento Administrativo de la República, de seguimientos e intercepciones ilegales precisamente en la época en que gobernó Uribe.
Velázquez fue perseguido por Uribe y sus funcionarios porque mediante investigaciones judiciales aquel logró llevar a juicio y condena a diputados, senadores y empresarios aliados de Uribe acusados de ejecuciones extrajudiciales de población civil, conocidas como falsos positivos. Y, como Velázquez mismo afirmó en reciente entrevista, «Uribe aún siente frustración de no haber podido hacerme daño».
En Colombia, como en Guatemala y aun en Estados Unidos, a trancas y empujones la justicia avanza. Allá dos hechos han venido a demostrar que los poderosos, aunque con sus discursos demagógicos y populistas tengan apoyos masivos en las clases medias, pueden ser juzgados y condenados. Aquí, por eso mismo, los corruptos y criminales de toda laya hacen hasta lo imposible por poner el sector justicia a sus pies. En Colombia, los sectores democráticos y progresistas celebran que la justicia gane espacios y consiga, a pesar de los embates, mantenerse independiente. En Guatemala es indispensable que esos sectores cierren filas para impedir que la frágil y limitada institucionalidad del Estado sea aún más manipulada y destruida.
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