Sin embargo, para donde se mire, en aquellos países donde la democracia efectiva camina a consolidarse, hay fuerzas progresistas serias y dispuestas a levantar en alto la bandera de las demandas por la satisfacción de los derechos sociales e individuales.
Si en Argentina, Chile y Ecuador tenemos regímenes abiertamente neoliberales, furibundos defensores de un libre mercado que solo favorece a los monopolios transnacionales, no puede decirse que las fuerzas progresistas estén sepultadas. Sus luchas y acciones, todas dentro de los ámbitos de la democracia, han conseguido detener el desmonte total de los beneficios sociales conquistados. Es posiblemente en Brasil donde más radical y dura es la batalla. La alianza de derechas que impuso al neoconservadurismo liderado por Jair Bolsonaro ha quedado más que en ridículo al evidenciarse la estela de corrupción que el presidente, su familia y sus más allegados no pueden ya negar. En apenas dos meses el mito de la regeneración política ha quedado sepultado frente a un movimiento social que para nada está liquidado y que cuenta con organizaciones políticas dispuestas a defender lo conquistado en los últimos 16 años.
Pero donde más padece el continente es en los países en los que supuestas revoluciones socialistas se alzaron con el poder a finales del siglo pasado o inicios del presente. Son innegables las conquistas sociales logradas en los primeros años del orteguismo en Nicaragua y del chavismo en Venezuela. Ambos consiguieron enfrentar la pobreza y ofrecer a la población no solo satisfactores económicos, sino también políticos y sociales. Pero la crisis de los precios del petróleo, que llegó casi junto con la muerte de Chávez, ha complicado el escenario. El bloqueo intenso que Estados Unidos impuso a Venezuela ha tenido efectos devastadores al no haber podido contener el régimen ni la fuga de capitales propiciada por aquel ni la corrupción por décadas enquistada en la cultura política venezolana, tanto o más que en la guatemalteca.
En ambos países la oposición ha cobrado matices radicales y violentos. Sin embargo, la nicaragüense ha sido más que cuidadosa al impedir que Estados Unidos se inmiscuya de más en sus luchas, cosa que, por el contrario, los venezolanos han más que estimulado. Posiblemente porque, mientras Ortega y Murillo se aliaron con los empresarios y estos les brindaron beneficios y estabilidad, en Venezuela el capital prefirió escaparse a Miami y Madrid, desde donde alimenta y estimula a la oposición sin desvelarse ni pasar angustias.
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Los opositores nicaragüenses han aceptado sentarse a la mesa de negociación presionando y demandando, pero manteniendo abierta la posibilidad de la negociación. En Venezuela, por el contrario, la oposición insiste en quedarse con todo y se niega a cualquier intento de negociación, como el que sabiamente propusieron Uruguay y México. Esto sucede así porque la nicaragüense es una oposición con influencias y tradición sandinista, revolucionaria, lo que no quiere decir que todos los que se oponen a Ortega propugnen por volver al sandinismo fundacional. En Venezuela, en cambio, la oposición es de claro corte neoliberal, surgida de los restos más oscuros de los fracasados partidos que llevaron a Venezuela a la crisis de los años 80 y 90, y es furibunda y frontalmente antichavista.
Si en Nicaragua se quieren recuperar y consolidar conquistas, en Venezuela se quiere borrar del mapa todo lo que se refiera a justicia social y a bienestar para todos. En Nicaragua la democracia es una demanda real y genuina. En Venezuela, un simple pretexto.
Carlos Tünnermman, con su pequeña figura, representa tal vez el sector menos revolucionario del sandinismo, pero tiene tras de sí toda una biografía de disposición y entrega democrática. Sabe negociar y no guarda sueños presidenciales, mucho menos de enriquecimiento, lo que permite que la intransigencia que la Casa Blanca quiera imponer a estos procesos no le haga mella. Guaidó, en cambio, es producto y consecuencia del intervencionismo estadounidense. No quiere negociar porque quiere cuanto antes las mieles y riquezas del poder, sin importarle ser vasallo incondicional del trumpismo.
A la oposición nicaragüense no la financian los capitales fugados, cosa que sí sucede con la venezolana. De ahí que, aunque en Nicaragua exista pobreza, no se la utiliza para engañar a las buenas conciencias del mundo, como mañosamente han hecho Trump y sus operadores venezolanos con su supuesta ayuda humanitaria, que ni es ayuda ni mucho menos es humanitaria.
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En Nicaragua está la exigencia de que ni Daniel ni Rosario sean candidatos en las próximas elecciones como en Venezuela se quiere borrar del mapa a Maduro y seguidores. Será difícil imponer esas condiciones, pues de entrada resultan antidemocráticas, aun en los casos de reelección si legalmente ya se aprobó como indefinida. En lo que se podría insistir es en la renovación completa de las autoridades electorales y en la fiscalización amplia, abierta y meticulosa de los próximos eventos electorales. Las derechas deben aprender que en democracia el poder solo se alcanza mediante elecciones y que no es democrático negar su validez cuando el contrincante ideológico se alza con el poder. A Ortega y a Murillo, como a Maduro, se les puede sacar del poder, pero debe ser mediante el voto.
Los nicaragüenses caminan a consolidar su democracia y las conquistas más importantes de la revolución sandinista aun en contra de los intereses particulares del ortegamurillismo y del empresariado que le es afín. Por ello ni les ha cruzado por la mente apelar a un golpe de Estado.
En Venezuela, la insistencia de Trump y de sus seguidores dentro del país es soliviantar a las fuerzas armadas para que derroquen al gobierno. Chávez pagó con cárcel el intento de golpe, por lo que los seguidores venezolanos de Trump (Guaidó) tendrían que asumir el mismo costo si el golpe se produjera.
Los latinoamericanos lo sabemos de sobra: no se construye democracia a partir de un golpe de Estado. Sin embargo, tal parece que a la oposición venezolana no le preocupa la democracia, sino llegar al poder de la forma que sea.
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