Yo, la niña de ocho años con trenzas y gruesos anteojos acostada sobre la alfombra sintética. Palo rosa. Años después supe que así era como se llamaba ese horrendo color.
Su habitación estaba en el primer nivel de la mansión, justo al lado de la puerta que daba al océano Pacífico. En el aire, el eco de las olas. Y la Romo, con el galillo a todo lo que da: «Mira que el día que de mí te enamores tú voy a ver por fin de una vez la luz».
Ver la luz. Eso me pasó hace algunos días cuando —al fin— vi la película Roma. La historia de la empleada doméstica que jamás tiene un final feliz. Verla en un país donde las empleadas de casa siguen siendo esclavas y víctimas de la peor de las discriminaciones resulta irónicamente cercano.
Estudié con una mujer que hace poco pidió asesoría en un grupo de chat. Y es que no sabía si debía permitir que «su muchacha» utilizara «su» lavadora y «su» jabón para limpiar «el corte» que usa a diario. Las demás compañeras se evidenciaron. Algunas decían que claro que sí. «No seás mala onda. Al fin, igual va a lavar sus cosas cuando vos no estés». «El olor. Pobres tus hijos, que la van a tener cerca, chula». «Pero que compre su propio jabón. Si no, qué de a petate». Otras decían que claro que no, ¡ush! Y yo, callada. Callada por el asco y por la certeza de vivir en un país que juzga a pedradas la necesidad ajena, cegado por la paja en la que vive. La paja en su propio ojo, digo (¿o cómo es que dice el dicho?).
Y «con puro amor te protegeré y será un honor dedicarme a ti. Eso quiera Dios». Y pasaba así con su vida: mi abuela se dedicaba a ellos, a esos gringos con dinero, a su impecable casa de playa y a sus niños canches. Todo, por mantener a los propios, que crecieron lejos y sin ella. Mi abuela guardaba las llaves y se aseguraba de que todo estuviera en orden. No sé si ese era el plan de Dios, pero ella lo hacía un poco por gusto y mucho por necesidad.
[frasepzp1]
María (¿y cómo jodidos más iba a llamarse?). Mi abuela era María, y yo era girl. La girl que aprendió el inglés y que a los ojos de esos gringos podía aspirar a un mejor pago cuando fuera mayor y limpiara la casa de playa de otros gringos con pisto. Smart girl, claro.
Yo era la smart girl que durante ese tiempo conoció de primera mano el racismo y la falta de fe con la que te ve alguien que te cree inferior. Inferior y sin la menor esperanza. Pero también conocí un mundo nuevo, uno que mi abuela preparó con amor. Un mundo donde podía bañarme en el yacusi ajeno, tal y como pasaba en la novela de las ocho. Bañarme y, muy de a petate, hacerlo con jabón prestado. Un mundo en el que desayunaba beagle bread con Muenster cheese y orange juice viendo pasar los cruceros en Malibu Beach con las trenzas a disposición de la brisa salada.
A mí no me da vergüenza contar esta historia. Mi familia está conformada por gente luchadora. Ninguna fortuna, ningún señalamiento. Ningún corrupto, ningún suertudo. Muchos de trabajo arduo y jodido. Todos de jornadas largas y noches de descanso. Descanso de ese que solo se gana con tesón y a callos de mano.
Varios años después comprendí que para muchos resulta normal que haya personas que les sirvan. Les sirvan de apoyo, de sustituto y de papel toilet por toda una vida. Personas que no merecen su respeto, agradecimiento o jabón. Pero que igual viven de limpiar su desorden, compartir sus más oscuros secretos y criar a sus hijos.
Roma, para entender el claro reflejo de mi familia, los sueños de mis ancestros y generaciones, la soledad. La soledad de la esclavitud, cantaría la Romo. Roma, y nada fue ajeno.
Hoy soy una mujer de días largos y oficios pesados que al terminar la película subió los pies a la cama y suspiró. Son exactamente las ocho de la noche.
(Continuará).
Más de este autor