Desde el viernes está erre que erre con que Irene no dejará piedra sobre piedra en Nueva York y todo eso.
Al final, después de tantas esperanzas y expectativas, el huracán Irene resultó ser una desilusión. Después de tanto estar apostando a que sería el no-va-más, el paroxismo y a que después de su paso habría un antes y un después todo quedó en ¡puf!, ¡meh!, ¡bah! Seguramente es culpa de que los periodistas solemos levantar las expectativas de la gente, somos vendedores de humo y vendemos el cuero antes de haber matado el venado.
En apenas unas horas pasó de huracán categoría 3 con posibilidades de convertirse en un 5 a ser apenas un 1 que al llegar a su destino ya era una débil tormenta. A veces las personas también nos desinflamos en un día, en dos. Y todo el ímpetu, la furia, el arrebato se nos va en una exhalación.
Los huracanes significan muchas cosas para los periodistas.
Para mí, cuando vivía en Guatemala eran, en un principio, una eventualidad que cada cuatro o cinco años desnudaba la pobreza del país y suscitaba esa solidaridad hipócrita de los chapines que dejan una bolsa del arroz más barato en la salida del súper. Más tarde, se convirtieron en un incordio para los planes de viaje de visita a la familia a finales del verano.
Para un amigo fotógrafo, el huracán era la excusa permanente para justificar compra de equipo en la oficina, cuando teníamos oficina. Desde carpas y latas de conservas hasta tambos de gasolina que guardábamos en una bodega mal ventilada en el sótano del edificio sin que los vecinos supieran del riesgo que les teníamos.
Por lo que pude ver, en Estados Unidos el huracán es un pretexto para que los periodistas puedan salir a la playa y pararse en medio de una ventisca que casi los tumba para demostrar la fuerza de la tormenta. Acto seguido, pasan un clip del gobernador del estado criticando a los ciudadanos que salen a hacer estupideces en medio de la tormenta.
Esa noche, tomando cerveza, me quedó claro que acá en medio del desierto sólo a mí me interesaba el huracán. Como casi siempre, hay cosas que solo a mí me pueden interesar.
En la reunión, la demás gente con la que hablo, dos gringos y dos mexicanas, -más bien los gringos- me hablan de su trabajo, de las especificidades de sus trabajos, de las cosas de las que saben y donde se manejan sin espacio para la duda.
Uno se dedica a calibrar equipos de control de calidad y por más que me explica de que se trata, yo sigo sin entender. El otro está empleado en una maquila en Juárez y su trabajo consiste en buscar métodos para hacer más eficientes los procesos. Me habla de ISO 9001 y Sig Sigma, me habla de individualización de tareas, de descomponer una actividad en sus pasos más sencillos para que el trabajador esté ocupado en una tarea entre 15 y 120 segundos como mucho. En la fábrica hacen todo tipo de electrónicos que uso yo, que vos usás.
Decir fábrica es decir un eufemismo. Me lo describe como un complejo industrial con unos 4 mil trabajadores donde hace poco tiempo hubo un motín de empleados que se rehusaban a trabajar horas que podrían calificarse de forzadas. Lo que cuenta la gente enterada del tema es que no les mandaron el bus que los llevaría a casa y les “sugirieron” que para mientras volvieran a la línea de ensamblaje.
El de Juárez es un complejo chiquitito comparado con otro de China, donde dicen que hay 600.000 empleados haciendo cada uno una tarea específica, mínima, repetitiva. Un complejo donde tuvieron que instalar redes para evitar que los trabajadores se rebelaran lanzándose desde los edificios. Después de todo, suicidarse es un acto que nada tiene de mínimo y repetitivo.
Y yo, queriendo ser inteligente, interesante, actual, vamos, un hombre-de-mundo, les suelto que es una curiosa casualidad que justo esa mañana, harto de la cobertura del huracán, me hubiera puesto a ver Metrópolis.
Me responden con miradas en blanco. Hay un silencio solo cortado por la grasa de unas hamburguesas ardiendo en la parrilla y uno de los gringos destapando una dos equis. Nada, ni una reacción. Al final les digo que es una película sobre la tensión entre trabajadores y los propietarios de los medios de producción. Tampoco. Nada.
Y es en esos momentos que uno sabe que está solo, que son pocas las personas con quienes uno puede hablar sin necesidad de explicar cada cosa, cada matiz, cada inflexión en la voz. Y son menos aún a quienes vale la pena tomarse el tiempo de explicarles que significa cada cosa, cada matiz, cada inflexión de la voz.
Es en esos momentos en los que uno puede ver cómo se abre la brecha entre uno y el otro como un abismo en el cual no habrá posibilidad de puentes, donde cada vez la comunicación se hará más difícil hasta que no quede más que discutir que los lugares comunes y el clima. Son fracciones de segundo, instantes de lucidez en los que la vida nos dice lo que hay. Hay veces, si la suerte nos acompaña, esos instantes se dan el primer día que trata uno con alguien. Hay veces que queda explícito, otras es una intuición, otras, las menos, alguien va y lo dice: “somos tan diferentes”. Hay veces que han de pasar años para podamos iluminar las fisuras y darnos cuenta.
Hay veces que las grietas no hacen sino agrandarse conforme pasa el tiempo. Conforme avanzo en la lectura de la correspondencia entre mi madre y mi padre, las pocas certidumbres que tenía de él se fueron astillando. Una, no, varias veces quise acercarme, preguntarle, conocerlo. Nunca pude, siempre hubo un pero. Ahora que le voy conociendo a través de las cartas, me queda claro que no podré hacerle nunca las preguntas que tengo. Traté en septiembre pasado y todo terminó en una conversación tan agria que no volvimos a hablar hasta abril. Y desde entonces nada.
Otras veces, no hace falta más que 10 minutos de conversación para acercarnos a la gente que queremos, para que quede claro por qué nos queremos tanto. El sábado hablé con Carlos. Y fue, una de esas veces que los dos estamos de buen humor y con ganas de charlar, una de esas veces que todo sale como queremos y podemos conectarnos y hacer planes para cuando nos volvamos a ver.
Me cuenta que pelea con su hermano, se ríe de mí un poco, me río de él, nos reímos de Rafa. Me habla de la escuela y me da sus opiniones de la nueva casa. Y no hay delay en Skype y se le mira contento en la pantalla. Me dice que ya solo quedan dos fines de semana para vernos y yo que siempre para todo hago cuentas, veo que son tres los fines de semana, pero le digo que sí. Yo también quiero creer que falta menos para ver a los chicos.
Hay veces que está bien charlar sin tener que ir como pisando huevos, está bien encontrarse, reencontrarse con la gente que nos entiende sin tener que estar decodificándonos, está bien saber que hay quien comprende.
Porque después de todo, la soledad no es estar, vivir solo; es sentir que nadie comprende tu idioma.
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