Somos un país que expulsa personas, que parece olvidarse de ello según convenga a los intereses del Estado, pero que depende en gran medida de las remesas (solo el año pasado recibimos 8,000 millones de dólares estadounidenses) como un alivio a la pobreza de los hogares, como un estabilizador macroeconómico y como oportunidad de negocio para los sectores tradicionales que se resume en la frase implícita: «Gracias a los migrantes, hoy soy millonario».
En ese contexto, mi respuesta va en dos vías. Por un lado, me duele la vulneración de los derechos de las personas para emigrar en condiciones seguras, de modo que se les garantice su integridad y el acceso a servicios mínimos. Es decir, el derecho a migrar, por medio del cual una familia o una persona decide que su mejor opción es salir de su lugar de origen y buscar otras oportunidades laborales, económicas, de progreso, de estudios, etcétera, en otros destinos, tanto dentro como fuera de las fronteras nacionales.
Si Guatemala cumpliera este derecho, los migrantes internacionales no tendrían que exponerse a los peligros y a las incertidumbres del viaje irregular, no serían estafados por traficantes sin escrúpulos o por emisores de papeles falsos ni caerían en redes de trata y de explotación de todo tipo. Tampoco morirían en el cruce por el desierto de Arizona, donde cada año se encuentra un promedio de 170 cadáveres, o dentro de un tráiler aparcado en un centro comercial de Texas.
Asimismo, las mujeres no tendrían que incluir su cuerpo como parte del pago del viaje irregular a los coyotes, a los funcionarios locales o a los mismos compañeros de camino como protección contra abusos peores. En vez de estas atrocidades, las personas viajarían cómodas y seguras, con documentación y condiciones que les permitirían insertarse en el nuevo lugar, permanecer y volver, si así lo desean, como parte de su proyecto migratorio. Sin embargo, ello requiere de la voluntad de dos Estados: uno que comprenda los beneficios de atraer talento humano y otro que proteja a sus ciudadanos a través de políticas transnacionales y de una adecuada gestión de las relaciones exteriores.
Y en este punto va mi otro dolor: el derecho a no migrar. Este se refiere a contar con la opción de permanecer en el lugar de origen, pues allí se encuentra el bienestar de las personas y de sus familias. Si Guatemala respetara este derecho, no seríamos un expulsor de migrantes por causas estructurales (pobreza, desigualdad, violencia). Tampoco existiría una crisis de menores migrantes no acompañados, pues tendríamos un país donde la protección de las niñas y de los niños sería una prioridad en todos los ámbitos, y por tanto habría escuelas y educación de calidad, la desnutrición sería un fantasma y esos menores alcanzarían la adultez en condiciones apropiadas para vivir una vida plena.
Además, quienes retornaran de sus proyectos migratorios encontrarían un país con oportunidades de empleo digno, de emprendimiento para negocios propios, de acreditación de las competencias adquiridas en el extranjero, de reinsertarse en el tejido social sin angustia ni desesperación por no tener familia, trabajo ni redes en Guatemala.
En resumen, somos un país que duele desde muchas perspectivas, pero tengo todavía el sueño de encontrar quizá el analgésico o antibiótico apropiado a través de políticas migratorias que velen por los intereses de las personas, del sujeto migrante. A ello habría que añadir la vigilancia de la sociedad civil organizada y migrante, que contribuya a construir un Estado transnacional, donde la prioridad sea el bienestar de las personas, las familias y las comunidades.
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