Reconozco que tuve acceso a una educación privilegiada en el sentido de que, aunque pareciera ser un tema prioritario, no es lo común en la mayoría de los espacios. La gestión de riesgos es el enfoque estructurado para manejar la incertidumbre relativa a amenazas. Requiere de una secuencia en la estructura de las actividades humanas que incluye desde estrategias de desarrollo, inversión y evaluación hasta educación, la cual juega un papel trascendental en la toma de decisiones a todo nivel.
Los desastres naturales dejan en evidencia la inaplazable necesidad de una reestructuración. Durante emergencias de grandes proporciones no podemos depender de la coordinación de entidades que se niegan a la innovación de estrategias obsoletas, que durante décadas han estado bajo la misma dirección, con evidentes deficiencias de capacidades técnico-científicas, desprovistas de instrumentos modernos que les permitan realizar un trabajo especializado de prevención y sin profesionales facultados. En la actualidad se les asigna más fondos al Inguat y al Ejército que al Insivumeh. En lugar de ese escrutinio, admitimos —como sociedad fallida— que en el Congreso aprovechen el trágico momento para legalizar la impunidad y la corrupción de manera descarada e inhumana.
Es un desastre natural, pero la tragedia es social. Parafraseando a mi amigo Mario Méndez: «Tragedia es tener que recurrir a la caridad, que —aunque bienintencionada y para nada despreciable— suple casi obligatoriamente las carencias de un Estado ausente. Es el cinismo con el que se está llevando la administración pública. Es pensar en los niños que lo perdieron todo y tal vez no tengan más futuro que ser institucionalizados en otro hogar seguro. Tragedia es la indiferencia que ha precedido siempre estas condiciones. Es que quienes heredan el hambre son siempre los afectados directos».
Y también lo es pensar que la tragedia es tan normal que el luto se vuelve perenne.
En la nota de Luis Assardo What Do We Need to Prevent Deaths in a Volcanic Eruption, David Rothery (vulcanólogo y profesor de Geociencias Planetarias en The Open University, Reino Unido) opina que hubo muy poco tiempo para advertir a las personas después de la erupción que causó los flujos piroclásticos, que pueden viajar a más de 100 kilómetros por hora y podrían alcanzar las faldas del volcán en menos de 10 minutos.
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En cuanto a desastres naturales en una región geográfica y económicamente vulnerable, la cultura de prevención debería estar por encima de la práctica común de dejar nuestra suerte a una simple reacción, sobre todo porque como país demostramos continuamente, a costa de crueles pérdidas humanas, no estar capacitados para reaccionar. En cambio, aceptamos y vemos inevitable que nuestra educación preventiva esté en trapos de cucaracha.
Es necesario capacitar a la población, que actualmente desconoce rutas de evacuación y afronta accesos comunitarios colapsados y ríos con puentes peatonales estrechos, y a comunidades olvidadas, desprovistas de metodología de acción. En España, Chile y México se protege a las comunidades con modelos de instrucción que evitan que los ciudadanos piensen que encerrarse en casa es la decisión más segura. Los mantienen informados sobre los diferentes niveles de peligro para que puedan protegerse y ofrecen señalización con semáforos volcánicos de cuatro colores que indican el nivel de peligro y los ayudan a recordar qué deben hacer. La comunidad científica y las autoridades tienen métodos eficaces de protección civil y una constante vigilancia de la actividad volcánica. Paralelamente, cuentan con una ordenación del territorio que impide el asentamiento de la población y la explotación económica de las zonas de riesgo. Manejan medidas estructurales como la construcción de canales para desviar corrientes de lava a lugares deshabitados y túneles de descarga de agua.
Nuestra solidaridad social y compasión es admirable y reconfortante. En nombre de esa humanidad debemos negarnos a aceptar que los bomberos pidan dinero en la calle para comprar equipo con el cual puedan salvar nuestras propias vidas. Yo no quiero que los niños vendan dulces para comer. Y menos aún quiero que entreguen su medio de subsistencia para sostener las responsabilidades de la nación.
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