Crecí alternando entre educarme en la ciudad y pasar fines de semana y vacaciones en Purulhá. Mientras mis compañeros de clases podían ir al cine el fin de semana, yo crecía con botas de hule, cortando moras y silipes a la orilla del río. Mientras mis papás veían algunas siembras, mi hermano y yo jugábamos con el Gio y la Lola, los hijos del guardián, don Genaro.
Perseguíamos un aro viejo de bicicleta y lo pilotábamos con un varejón. Hacíamos carreritas para llegar al pozo entre los pacayales. Cuando nos aburríamos, la Lola y yo jugábamos trastecitos con una pequeña vajilla de barro que me compraron en Rabinal. Las flores eran la ensalada, y agua con lodo era el café, que servíamos en nuestros pocillos, en una tertulia que habría envidiado la misma reina Isabel al tomar el té. Nos reíamos hasta tener dolor de estómago.
Me pedía que le contara sobre la escuela. Éramos tan parecidas. Nos gustaban y llamaban la atención las mismas cosas. Sonrío siempre al recordarla, pero pierdo la magia cuando recuerdo cómo la mamá, indignada, llamaba a la Lola a gritos. Es que las niñas acá tienen siempre muchas responsabilidades. La Lola molía, juntaba el fuego, ayudaba a tortear, lavaba la ropa de sus hermanitas. Su mamá era añera. Así les llamamos acá a las buenas mujeres que tienen todos los hijos que Dios les quiera mandar.
Hace un par de meses me la encontré (ustedes se imaginarán el gusto y la alegría que nos dio el reencuentro). ¡Trabajábamos en el mismo edificio! Nos abrazamos. Me contó que ella cuidaba un nene de una señora en una oficina y que ganaba por ello Q5 al día. Mientras, yo hago trabajo voluntario. Y allí apareció otra vez —igual que cuando su madre la llamaba— esa sensación de la realidad desgarrando la magia: la diferencia entre nosotras. Esta vez me quedó clara: fueron las oportunidades. Yo tuve oportunidad de educarme, de viajar, de acceder a esferas sociales que me abren puertas para soñar. Hasta el día de hoy.
Cuando hablo de buscar oportunidades de educación para los niños y jóvenes lectores de Purulhá, los escucho soñar e inquietarse con carreras universitarias. Por eso me molesta tanto notar que algunas personas creen que únicamente merecen la oportunidad de ser carpinteros, panaderos o mecánicos y que deben estar más que agradecidos con eso. «Hay que enseñarles un oficio», escucho con regularidad, como que el ser indígena y pobre implicara ser un sin oficio y suprimiera automáticamente su derecho de poder soñar con una profesión. «Es que eso es muy difícil», escucho frecuentemente. Y tristemente tienen razón. Es difícil, pero no imposible.
El país posible
Considero que hay una lucha general por el país. Estamos los que todavía creemos que un mañana justo es posible y que contribuimos sincera y honestamente desde nuestro pequeño espacio. Esa suma de acciones va haciendo transformaciones y cerrándoles espacio a los egoístas, a los deshonestos y a los corruptos. Mañana, Día de Reyes, un joven de la comunidad recibirá la noticia de que una familia capitalina lo apoyará financieramente en sus estudios universitarios. Es maestro, pero no hay empleo. Al patojo lo hemos visto llorar ante la imposibilidad de costear su carrera con su sueldo de albañil. Llegaremos a darle la sorpresa de que personas maravillosas le ofrecen dignidad y oportunidad, aunque eso sea una responsabilidad del Estado.
Para alcanzar el país soñado, no solo debemos trabajar contra la corrupción. También tenemos que revisar de qué manera se puede incluir a todos. Porque las cosas únicamente funcionan bien para algunos. Las oportunidades se desvanecen a cada kilómetro que nos aleja de la ciudad. Sería extraordinario que todos los niños y todas las niñas pudieran tener más oportunidades de soñar que las que tuvieron el Gio y la Lola, que alcanzaran una vida digna y educación como la que usted y yo queremos para nuestros hijos.
Cuando veamos la situación con empatía, distinguiremos que tenemos que trabajar mucho para que este sueño se haga realidad.
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