Así, alejan el proyecto democrático de los sectores populares y de las clases medias.
Ahora bien, hay que entender que el populismo y el clientelismo pueden entenderse como un conjunto de mecanismos políticos que pervierten la institucionalidad democrática e incluso la política misma, como el arte de hablar, negociar y proponer sustituido por el chantajear, mentir y manipular las voluntades de muchos en beneficio de pocos.
La diferencia entre populismo y clientelismo sería que, en el primero, un grupo con fines políticos y sectarios apela a las emociones de la ciudadanía o del electorado con el ánimo de ganar su simpatía en provecho propio. El clientelismo sería algo más focalizado, que trata de ganar adeptos en nichos sociales más escogidos sobre la base de atender necesidades o peticiones concretas de ciertos grupos en desmedro de otros. En ambos casos se utilizan recursos públicos.
El problema es que, en términos generales, la política moderna, la de la democracia electoral, comporta inevitablemente estos ingredientes de emociones, ideas simples o micropactos, usados por cualquier sector, partido o líder para llevar al mayor número de gentes un proyecto político o mensaje.
La comunicación política en democracias electorales competitivas exige o al menos vuelve aceptables ciertas herramientas de acercamiento político con el gran público o con públicos específicos. Lo que hace que el clientelismo y el populismo sean malas palabras en la ciencia política no es su racionalidad técnica como descripción de un fenómeno político, imputable a dictadores, a potenciales dictadores o a políticos marrulleros, sino su generalización hasta confundir lo que sí es válido con lo que no lo es.
En condiciones normales, el testeo final debería darlo el consumidor electoral, pero las manipulaciones efectivas solo lo son cuando vienen desde y para el poder.
Así, en aras de abonar a una diferenciación conceptual o técnica de tales expresiones, diríase que lo son estrictamente cuando se refieran a prácticas exclusivamente tomadas como abusos de poder para retener el poder, ya sea en un gobierno democráticamente electo o en una dictadura.
O sea, al igual que en el caso de la corrupción pública, que se describe como el abuso del poder y de la información públicos para fines privados, del mismo modo el populismo y el clientelismo solo pueden ser cirnscuscritos como anomalía política cuando lo que se quiere lograr con ellos es retener el poder y con abuso del poder.
Pero el fondo de la cuestión no es de orden técnico, sino político. Volviendo al punto inicial, para lo cual conviene hablar de ideología como una misión y una visión de conjunto de determinados grupos sociales autorreferenciales, descrita así por Paul Ricœur, cuanto más fuertes o privilegiados sean en la escala social, mayor será su interés por mantener el statu quo.
En el sentido indicado, cabe sugerir que, cuando las élites económicas e ideológicas de este país usan de manera indiscriminada contra sus adversarios los términos populista o clientelista aplicados al activismo político y social de líderes, partidos o movimientos sociales, tienen en mente dos objetivos: 1) culpar a la gente, hacerla sentir vergüenza de exigir sus derechos, y 2) inviabilizar los planes de gobierno o legislativos destinados a generalizar derechos.
Sobre el primer punto, veamos brevemente un ejemplo derivado de la reciente tragedia de El Cambray II. Al conocerse que el Gobierno entregará a los afectados un terreno grande con casas modestas en propiedad, las críticas de una radio local que alcanza a sectores de clase media acomodada eran del tipo «ojalá que no se acostumbre la gente a lo regalado», «muchos las van a vender [las casas] o las van alquilar» y «luego van a pedir escuelas y transporte en su colonia».
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Y es que pareciera que, para la ideología elitista, la toma de decisiones políticas debe ser de las élites y para las élites. Tal sería la expresión de fondo de esta generalización y del uso descalificativo de los conceptos, lo cual también tiene un trasfondo económico e histórico.
En cuanto al trasfondo histórico, ya antes hemos insistido en que, a lo largo de la historia de las ideas políticas, las élites y sus pensadores han tenido como telón de fondo de muchas de sus preocupaciones lo que han dado en llamar la «tiranía de la mayoría», la cual se anuncia primero en La política, de Aristóteles, de una manera más profunda y serena de lo que ya después iba a hacer Cicerón en De Legibus al adecuar las preocupaciones aristotélicas a las necesidades de dominio de la república imperial romana.
Unos siglos más tarde, los pensadores liberales vulgarizaron la misma idea. Uno de los más populares fue Juan Jacobo Rousseau con El contrato social.
Pero Rousseau sirve para describir tal preocupación. Este afirma que se opone a la democracia plena por tres razones: 1) históricamente nunca ha funcionado porque es contrario al orden natural que una mayoría gobierne a la minoría, 2) la virtud cívica no es propia de las masas y es una constitución muy dada a las guerras civiles y a las agitaciones y 3) un gobierno tan perfecto no es propio de personas, sino de dioses.
Entonces, entre descalificarla y alabarla en extremo, las élites no terminan de tragar este régimen que contraponen a lo que Cicerón llamaba la república, un supuesto orden avalado por la virtud y la estabilidad de las leyes. Son las instituciones las que importan, dicen hoy en día sus herederos intelectuales. Las leyes son discutidas por pocos sabios y basadas en experiencias de la costumbre.
De ahí el gran valor de la meritocracia, que, según Rousseau, debería no apelar al linaje natural o divino ni al poder ni a las riquezas, sino permitir las elecciones. Una república en la que los elegidos fueran avalados por los muchos.
Pero ya es sabido que los pocos terminan privatizando los hilos del poder y comprando con sus riquezas las lealtades y los resortes que ayudan a aumentar sus ganancias. Así, con la clientelización del Estado y de lo público, las élites terminan eternizando su modelo de corrupción.
A esto le llamo la ley de hierro de la plutocracia, que consiste en el actual modelo de apropiación privada de lo público, en el cual se clienteliza el Estado por medio de la privatización de la actividad política, de las políticas públicas y de la economía en aras de aumentar ganancias mediante un mercado cautivo de servicios públicos como la educación, la salud y la seguridad, entre otros.
De ahí que, para lograr el bien común y alcanzar la verdadera voluntad general, solo la democracia plena sirva para desmontar la nube de intereses privados que corrompen lo público.
Para derrotar el clientelismo-populismo, ciertamente la única alternativa es la universalización de derechos, o sea, seguridad económica, laboral, de vivienda, de transporte, de salud y de educación, entre otros. Y esto también exige luchar contra el modelo neoliberal, que consiste en la privatización de lo público por medio de la clientelización del Estado en un sinnúmero de formas legales.
Por lo demás, la cosa siempre es de doble vía. El electorado y la ciudadanía deben velar por que los políticos ofrezcan respuestas y propuestas realistas y audaces sobre su problemática concreta.
Apelar al pueblo contra la privatización de lo público es un acto revolucionario.
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