El hartazgo de un encierro que va a adquiriendo otros nombres y dimensiones y de esta aparente quietud desde la que nos llegan las noticias de la violencia —a sabiendas de que otras muchas no nos llegan; anulación simbólica, doble muerte— parece ya haberse extendido suficiente (aunque el suficiente en este país parece estar ampliando siempre sus criterios y sus límites). Y es también a partir de esa tendencia imaginaria a compartimentalizar el tiempo en breves períodos con inicios y finales desde donde pareciera que las situaciones están aisladas, desde donde cada coyuntura en la que los medios nos sumergen es un capítulo separado en la narrativa de nuestra historia, solo con algunos hilos comunes de trasfondo: el contexto, algunos de sus personajes, el estilo de la trama. Pero esa sensación de otra vez no es más que un continuo. Es, más bien, un todavía («heredamos el futuro, no solo el pasado», sugiere Karen Barad). La violencia de cada día en contra de mujeres y de niñas se suma a las cifras de abuso doméstico, de violaciones y de acoso, todo ello entrelazado con las relaciones de poder y la falta de voluntad política, arreglos institucionales y privilegios establecidos a partir del género, la racialización y la idea racional de que solo algunos cuerpos tienen agencia y por ende importan.
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En medio de todo esto, las niñas nos demuestran hoy, con sus bicicletas, que ya no van a dejarse de este sistema de injusticia. Sienten miedo, pues están rodeadas del terror («la muerte nos rodea, la muerte está siempre de nuestro lado», recuerda Svetlana Alexiévich), pero también crecen con una pasión política fundamental, motivada por un deseo de cambio que desde su base interrumpe las lógicas del statu quo. Es en esos cuerpos y en su vulnerabilidad donde el poder opera de manera más disimulada y donde mayores implicaciones tiene. Y es desde ahí desde donde estas niñas, al encontrarse con las cruces de otras, ya ausentes («¿todas las flores son chicas muertas?», pregunta Mariana Enríquez), se posicionan, se enuncian y anuncian ya una lucha. La colocación es un espacio para la constitución en colectivo de subjetividades, un terreno temporal en el cual es posible enraizar la responsabilidad. Y la responsabilidad es la capacidad de responder a una necesidad, la obligatoriedad que se presenta cuando somos capaces de escuchar atentamente, de prestar atención, de atender, es decir, el reconocimiento de que existe una necesidad. El cultivo de la atención pone en evidencia nuestras relaciones, el grado en el que somos seres relacionales o, por ende, siempre somos-con, devenimos-con. Y estas niñas y muchísimas jóvenes —como las que huyen de los hogares de anulación, espacios para la puesta en práctica de una pedagogía de crueldad— se han abierto a otras y a la otredad en sí mismas. Están despiertas y empecinadas en vivir, en posibilitar nuevas formas de vivir justamente.
Cuando nos reconocemos enredados con otros (humanos y no humanos), notamos que debemos renunciar a la tendencia de hablar de o hablar por otros. Pensamos en colectivo, hacemos en colectivo, nos implicamos con aquellas o aquellos cuyas voces atendemos. Lo hemos conversado ampliamente en diversos encuentros con chicas jóvenes que se asumen desde el dolor y la rabia que las atraviesan para desarrollar proyectos creativos que afirmen la vida, procesos en los que la representación resulta insuficiente. La política de la localización, una poderosa herramienta feminista de navegación, nos permite a las mujeres hablar de nuestras experiencias en nuestros propios términos. La creatividad, además, nos lleva a imaginar otras realidades. Nos permite producir, como escribe Rosi Braidotti, «acciones gozosas de transformación», imprescindibles para resistir el presente y para la construcción de horizontes sociales de esperanza.
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