La tendencia en la academia guatemalteca, que desde la década de los setenta hasta el día de hoy, ha tenido más preponderancia en los discursos políticamente correctos sino en la izquierda “con solvencia moral”, se ha encargado de levantar muros alrededor de sus propios discursos, lo mismo ocurre en los círculos más liberales, la diferencia es que estas últimas son infinitamente más reducidas que las primeras.
Mucho se dice de lo acontecido en la cumbre de Alaska que ocasionó la muerte de ocho seres humanos, y fuera de las versiones y posicionamientos manejados al respecto, los llamados al diálogo resultan ser el pronunciamiento con menos fundamento en un país donde su propia élite pensante se regocija en la autocomplacencia, eso nos lleva a una interrogante válida: ¿estamos preparados para aceptar verdades que no se acoplan a nuestra preferencia ideológica? La respuesta es no.
La autocomplacencia, a la larga, se puede constituir en autoengaño; la academia como fuente de análisis se convierte en fuente de verdades cuasi religiosas; los indígenas, las mujeres, los jóvenes, los campesinos, las víctimas, los pobres, los negros y para cada estamento, una verdad, fuera de ella nada es valedero, y eso puede funcionar en la sociedad pero no en la academia que pueda presumir de rigurosidad o profundidad de análisis. Claro que existe las diferencias, pero la medida de la visión de la realidad no se debe desarrollar a partir de que tanto los posicionamientos son complacientes con “mi particular forma de ver la realidad” y menos aún, para quedar bien con mi comunidad de pensamiento. El contraste es un valor en sí mismo, el verdadero diálogo y debate, permite el crecimiento intelectual y no solo el crecimiento discursivo.
No nos agrada que nos cuestionen, pero no podemos decirlo, por lo que disfrazamos al monólogo como diálogos o debates. Las universidades en general, independientemente de colores y tendencias, son incapaces de llamar a contrapartes, de oír al que no me agrada, de buscar con el que no estoy de acuerdo, de poder sentarse frente al otro, porque eso me hace perder el control y la academia guatemalteca es poder también, al otorgarle voz a los sin voz, (la academia políticamente correcta) deja mudos a los que queremos enmudecer.
Oyendo al padre Falla, me recordé de la controversia en relación al uso mediático que se le dio a su obra, tanto para denunciar las masacres en Guatemala como para denunciar al ejército de Guatemala, de lo cual estaba consciente, incluso como su obra más divulgada, Masacres de la Selva, ha sido junto con Mi nombre es Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia de Elizabeth Burgos, libros que se convirtieron en lecturas obligatoria de miles de estudiantes universitarios en toda la década de los noventa y buena parte del inicio de este siglo. Sin embargo, aquello era irrelevante en el diálogo, como en determinado momento al disponer de toda esta evidencia sangrienta lo que hizo, como un efecto colateral, fue justificar acciones de revanchismo de sangre y político, pero fuera de estas afirmaciones que también podrían ser tendenciosas de mi parte, el tema es que pasaron 16 años de la firma de los Acuerdos de Paz en Guatemala y seguimos sin poder construir espacios de verdadera discusión académica. ¿Será que es necesario que mueran todos los que vivieron estos episodios en primera persona para que se dé un verdadero diálogo? Espero que no.
Más de este autor