La discusión sobre las reformas constitucionales ha estado marcada por una fuerte carga de estridencia y de ruido.
En vez de recurrir a un debate serio y respetuoso, una buena parte del debate ha estado marcado por la desinformación y por la absoluta incapacidad que tenemos como sociedad para resolver nuestras diferencias con argumentos sólidos y con respeto en la esfera pública. Más que apuntar con el dedo, sin embargo, existen razones de fondo por las que es tan difícil construir esta capacidad deliberativa, central a la democracia, y por las que es tan difícil cambiar el sistema.
Partamos de lo ...
En vez de recurrir a un debate serio y respetuoso, una buena parte del debate ha estado marcado por la desinformación y por la absoluta incapacidad que tenemos como sociedad para resolver nuestras diferencias con argumentos sólidos y con respeto en la esfera pública. Más que apuntar con el dedo, sin embargo, existen razones de fondo por las que es tan difícil construir esta capacidad deliberativa, central a la democracia, y por las que es tan difícil cambiar el sistema.
Partamos de lo más básico: las reformas son producto de un proceso de discusión participativo y abierto. Se manifestaron un amplio número de actores con visiones distintas sobre las prioridades de la reforma. La información siempre ha estado disponible y las posturas han sido ventiladas en los medios de comunicación y en las redes sociales. Hasta hace muy poco, sin embargo, la gran mayoría de la población no tenía ningún interés por informarse sobre el contenido de las reformas, y la inexistencia de un proceso de socialización efectivo para generar en la población conciencia y apoyo a la propuesta acordada permitió dos cosas: que el Congreso postergase tanto como pudo la discusión de las reformas y que la discusión fuera fácilmente descarrilada por voces radicales que han arrebatado el megáfono y atizado el conflicto y la polarización.
Tres problemas de fondo no colaboran con nuestra intención de tener una discusión más sensata.
El primer elemento es que la política guatemalteca ha estado marcada por el miedo y la represión durante décadas. Durante el conflicto armado asistimos a la militarización del Gobierno y a la elevación de la violencia al rango de política de Estado. En democracia hemos sido incapaces de esclarecer la verdad y de sanar nuestras heridas a través de las vías institucionales. Seguimos viviendo un clima de persecución ideológica similar al del pasado. Y hoy por hoy es muy fácil tachar de comunista, chavista o terrorista a todo aquel que no está de acuerdo contigo, aunque los temas en discusión sean otros.
A esto debemos sumar la desconfianza imperante entre nosotros mismos. Nuestras relaciones muy pocas veces rompen las barreras de las clases sociales y de las divisiones étnicas (también nos quedamos en nuestra burbuja geográfica, a menudo protegida por un alambre de púas y adonde solo llegamos sobre cuatro ruedas). No es sorpresa entonces que nos falte empatía, tan necesaria para conocer al otro, su contexto y su visión, antes de juzgarlo. Sumemos que no tenemos espacios para encontrarnos y conocernos, que estamos muy cómodos con el círculo social de toda la vida y que estamos poco expuestos a ideas nuevas.
En este contexto es muy fácil que prosperen discursos basados en la desinformación y en la polarización. En su forma más pura, desinformar supone inventar cosas para manipular al público, mover el eje del debate y avanzar una agenda personal. Pero también se puede distorsionar, descontextualizar o sembrar dudas y el efecto es el mismo: que un puñado de oportunistas saque ventaja de nuestra credulidad y de nuestra predisposición a estar de acuerdo con ciertos grupos o ideas con que somos afines y nos lleve a una acción sin que tomemos en cuenta los factores pertinentes para evaluarla racionalmente.
En la discusión actual podríamos hacer un catálogo de ejemplos: abundan las mentiras, como que aprobar las reformas nos convertirá en Venezuela o que la propuesta generará una concentración de poder (cuando en realidad hace lo contrario). Tenemos medias verdades, como que ya existe la independencia judicial (existe en papel, pero no en la práctica), y omisiones, como que el riesgo de implementar las reformas es muy alto (cuando el riesgo más alto es preservar el estado actual de cosas). Y hay toda una categoría aparte de mensajes de desprestigio a todo aquel que defienda la reforma según su afiliación, su ideología y sus amistades.
Estos discursos no deberían volverse tan populares, pero la población no cuenta con la educación suficiente para discernir lo verdadero de lo falso. Incluso quienes cuentan con algo de preparación tienen muy poca cultura cívica y menos memoria histórica.
Si además consideramos el control que sectores poderosos tienen sobre los medios de comunicación para influir en la población y el limitado alcance de las redes sociales, resulta muy fácil propagar discursos falsos y favorecer a quienes prefieren que no haya ningún cambio en el sistema.
En política, los discursos son sumamente importantes: pueden legitimar lo indefendible y sembrar duda donde no hay faltas. Además, en un contexto tan propicio a que la política capitalice los temores y las divisiones históricas del país, no importa si mienten completamente o a medias: ya decía Goebbels que con suficiente repetición y un poco de psicología es posible convencer a cualquiera de que un cuadrado es realmente un círculo.
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