La ropa negra que metí en la mochila para pasar esos 15 días quetzaltecos, fue la misma con la que pasé casi ocho meses. El panorama se iba tornando borroso, la incertidumbre se iba haciendo más profunda en la medida en que pasaban los días. El limbo se iba extendiendo, era real y yo había quedado encallada del lado de la vida que había abandonado muchos años atrás.
Como pocas veces al año, durante los últimos años, me tocó desarmar la maleta, desocupar una gaveta, habitar un lugar del que me había marchado. Aprender a convivir nuevamente con una familia y con la ausencia de mi papá.
Una de esas primeras noches de encierro, mi hermana me regaló tres cuadernos de espiral con muy poco uso. Les arranqué las hojas utilizadas y su vacío se convirtió en la posibilidad más amable de esos días confusos.
Así fue como nació una serie de reflexiones breves, bastante breves, porque las nuevas responsabilidades empezaron a absorber el tiempo. Reflexiones que se convirtieron en un intento de rescatar un poco de racionalidad en medio del caos, en un respiro personal para escuchar lo que estaba sintiendo, lo que tenía que decir. En un intento por cabalgar con dificultad los días que en realidad me envestían, nos envestían a todos.
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Esos fueron mis cuadernos del fin del mundo. De ellos surgió este cuaderno, que se estuvo publicando quincenalmente en la plataforma de Ocote[2] y que se ha transformado, cambió de dimensión. Atravesó, incluso antes que yo, la virtualidad, se adelantó, desde la ventana de este naufragio que no termina, en el fin del mundo más largo que nos ha tocado vivir, y se materializó a través del recién nacido proyecto editorial Celsius 232 de Ocote.
Se trata de 40 textos que hacen alusión a los 40 días que estipulan las cuarentenas. Las reales, no las de aquí: maleables, flexibles, fragmentadas, reducidas, no en nombre de la salubridad, sino de la economía.
40 textos que empiezan invocando los fines del mundo de José Emilio Pacheco, T.S Eliot, y la necesidad de contar lo que pasa, según Henry Miller. Dos poetas y uno de los grandes narradores de autoficción norteamericana. Tres autores que van marcando un rumbo, un tono. Dos vías que confluyen en una especie de crónica poética. Una visión que mezcla lo íntimo con lo colectivo.
«El cuaderno del fin del mundo» es un tránsito por los puntos que marcaron la ruta de los primeros días de la llegada de la pandemia a Guatemala. Una ruta entre el asombro y el temor, la incertidumbre y la esperanza titilante, la fragilidad de la vida y la omnipresencia de la muerte. Todo eso que hoy ha devenido en costumbre y resignación. Que ha dado paso al hartazgo del ser humano que, ahora, ha optado por hacer el virus a un lado, regresar al ruedo y volver a matarse entre sí.
Su intención fue narrar en micro, condensar instantes, sentimientos, armar imágenes. Un punto que quienes editaron este libro supieron ver y acompañar con fotografías que, sin decir, hablaban, en el mismo tono, en otras esquinas de mi virtualidad.
Han pasado dos años desde que «El cuaderno del fin del mundo» se fue armando en el camino, en la medida en que iba siendo publicado. Hoy, en este futuro cercano en el que es inevitable hacer memoria, me senté a releer y atestigüé con asombro la coherencia que tiene el subconsciente, la clarividencia que tienen los desesperados o bien, lo predecible que se vuelven las desgracias en un país en el que, durante años, han gobernado bajo una agenda de saqueo y búsqueda de la impunidad.
Por sus páginas aparece el Himno Nacional a todo volumen rondando la ciudad vacía, la Semana Santa sin Cristos y con luna roja, la desesperación del cordón sanitario en Patzún, el cambio de registro en la contaminación ambiental a partir de la diversificación de la basura desechable, la visión temprana de la normalización de la pandemia, de la misma manera como aquí se normalizó vivir en riesgo.
Allí está la visión apocalíptica de las bodegas atestadas con pruebas vencidas, que en realidad se convirtieron en 1 millón de vacunas vencidas en el país que tiene los niveles más bajos de vacunación en Latinoamérica. Allí está el fin del mundo de miles de niñas violentadas durante la pandemia y la ballena muerta en la costa que profetiza, quizá, ese otro fin del mundo que se aproxima.
Allí, la pregunta «¿cuándo podremos salir?» en el espejo de la guerra y del exilio que preguntan desde lejos «¿cuándo podremos volver?» Y la esperanza que sobrevive por necedad en el fondo de todas las convicciones que nos mantienen vivos.
Han pasado dos años y muchas cosas han cambiado: aparecieron las vacunas y desapareció el dinero destinado para comprarlas[3]. Por más que gubernamentalmente se invocó el hospital más grande de Centroamérica[4], nunca se materializó. Y contrario a lo que predecían los más optimistas, aún no somos más humanos. Reprobamos el ejercicio mundial de trabajo en grupo. Y de tanto vernos obligados a priorizar, allá afuera, lo realmente importante, llegamos a la reducción final, que descarta la socialización, el contacto riesgoso con los otros, y se basa en buscar sustento y sobrevivir: un nivel de involución del que, a muchos, nos tomará otro poco de tiempo poder salir.
Y aquí seguimos. Dos años después, vamos atravesando el valle apocalíptico de los precios desorbitados de la gasolina y la amenaza de una guerra nuclear. Sin duda, todavía faltan muchas cosas por contar, mientras vamos atravesando este tiempo, que aún no logramos discernir, si es inicio o si es final.
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