Dudo que la publicación, como acto en sí, tenga una intención racista. Al menos si se sigue la definición académica del término, no hay en ella una valoración negativa de la diferencia. Por el contrario, presume de ser una reivindicación deliciosamente titulada en la portada «cambiando Guatemala a través de la moda artesanal», esto último bastante discutible, pues ¿qué es el uso de los tejidos indígenas en esta pseudoindustria de la moda sino una nueva forma de explotación? A estas mujeres tejedoras se las ha despojado históricamente de todo. Ahora se caricaturiza su identidad, se las despoja del reconocimiento de su autoría intelectual y se le pone a su creatividad un precio de unos pocos centavos, mientras otros lucran en el mercado de prendas de moda artesanal.
El hecho de que no tenga una intención de denigrar no quiere decir que la imagen no sea el reflejo de algo muy particular que sí está vinculado al sistema de relaciones jerárquicas y racistas de esta sociedad.
Llama la atención la composición construida con puros clichés, con los sempiternos símbolos de la Guatemala buena, la que no da vergüenza mostrar: la colorida Antigua Guatemala, la meca de la criollez ladina, que se sueña española y se repite obsesivamente como esa parte bonita de la casa en la que sí se puede hacer pasar adelante a los extraños para convencerlos (y autoconvencernos) de que no todo es tan feo ni tan malo por aquí (sí, soy de los que piensa que un síntoma de la pobre autoestima identitaria es la deificación miope de la por cierto muy hermosa excapital guatemalteca). El motivo de la imagen se vuelve original porque quien usa parte de un atuendo indígena es una mujer que no representa (al estilo del síndrome Televisa) a la mujer guatemalteca promedio, sea mestiza o indígena. Y cuando se presenta a esta última, tal como en la imagen, es como un objeto subalterno: la indígena, mostrada como pequeña y pobre, siempre detrás, porque no es el sujeto de la acción, sino el marco de la composición y poco más que eso. Sin embargo, mantiene la sonrisa como si se supiera resignada a que su destino no fuera otro que ser el decorado racista-clasista del paseo dominguero por la Antigua.
La fotografía, que raya en lo kitsch, muestra, cual radiografía, la patología ladina de querer ser otro. Lo que reniega de sí aparece como mero paisaje, como el no yo. Por eso se enorgullece de exhibir este contraste, esta línea de demarcación entre quién es el sujeto y quién el objeto de la fotografía, quién es persona y quién es el decorado. Mostrar a ambas mujeres juntas en un primer plano hubiese sido absurdo, pues el indio cuenta naturalmente en cuanto parte del paisaje, como en esas fotografías de los administradores coloniales europeos en África a finales del siglo XIX o en las de Muybridge en Guatemala hacia 1875. Por eso los tejidos se vuelven estéticamente valiosos solamente cuando son recortados y adheridos a una mujer no indígena. Es ahí cuando dejan de ser decoración y se convierten en moda.
Hace muchos años, en una clase de filosofía en bachillerato, un compañero de clase afirmaba, sonriente y muy convencido, que era importante «preservar al indígena porque atrae el turismo». Esto provocó una inesperada y airada reacción del profesor (español que hacía muy poco por guardar su simpatía por el franquismo), quien lo reprendió exclamando: «¡Que los indios no son zoológico ni entretenimiento de nadie!». Incluso para él, que era un tanto racista contra los guatemaltecos en general porque los consideraba «haraganes y tropicales», el racismo guatemalteco resultaba grotesco en esas pretensiones de gentileza hacia los pueblos mayas.
Por eso me parece bien que la foto haya molestado. Así tiene que ser para que contemplemos con un poco de vergüenza eso que aún somos, para que nos avergoncemos de esas obsesiones patológicas nuestras de las cuales nos hemos enorgullecido absurdamente por generaciones. El mérito de la foto como instantánea es autorretratar nuestro pensamiento y nuestras pulsiones íntimas.
Sin embargo, no sé qué tanto se gane con echarle el muerto a una revista de frivolidades, que al final es lo que es, y no una revista de pensamiento crítico (que, según me cuentan por ahí mientras termino de escribir esto, de igual manera ya tuvo en portada a la actriz María Mercedes Coroy). Más bien habría que discutir entre nosotros y comprender todas las cargas implícitas que puede haber en una sola imagen, pues el fotógrafo o la fotógrafa se limitó a capturar la naturalidad del orden y del deseo, es decir, lo normal para el receptor-consumidor de la imagen. Habló desde su discurso interiorizado de la normalidad de la desigualdad a la hora de realizar la composición, por lo que deberíamos ser nosotros los que debatamos sobre por qué a muchos esto aún les parece normal y por qué no debería serlo. En fin, un mérito involuntario de la moda es que a veces muestra de manera natural quiénes somos a través de proyectar lo que quisiéramos ser.
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