Estoy, estamos, parados en esa calle, después de la iglesia, casi al final de esa cuesta que solo dos o tres de los bicicleteros más gallos podían subir sin parar y sin el beneficio de una bicicleta con cambios.
Yo, además de los pantalones negros, tengo un fajo de negativos velados, anteojos oscuros y una cámara de fotos, la única cosa que me dejó mi papá cuando se fue.
Serían quizá las diez u once de la mañana y seguíamos parados, mi mamá, M. y yo en esa calle. Esa misma calle donde años más tarde un señor borracho con una escuadra sujeta del elástico de los calzoncillos salió de su casa a decirme que yo no sabía quién era él, pero si volvía a pasar por ahí en la moto me iba a vaciar la tolva.
Estamos parados esperando a ver si es cierto que, como pronosticó Eduardo Mendoza, los perros aúllan y las gallinas se duermen cuando la luna se interpone entre el sol y la tierra. Y no veo como íbamos a hacerlo, porque al final de cuentas no llevamos perros, ni gallinas ni ninguna otra cosa aparte de los negativos, las gafas y la Pentax que años después el papá de una compañera de trabajo que decía que era fotógrafo me convenció de cambiar por un lente viejo y mohoso.
Y hoy, mientras miraba el sol ocultarse como una naranja en llamas, como una gigantesca naranja a la que le han quitado un bocado, me acordé de él. Me acordé de ese momento, de ese día, del eclipse, de la mierda de fotos que tomé con la Pentax, de mi mamá que aún estaba joven, pero sobre todo, me acordé de él, de mi casi hermano.
Yo nunca tuve un hermano. Nunca había sabido qué era eso, hasta que llegó a la casa. La historia es harto complicada y larga de contar. Tampoco conozco todos los detalles. Baste decir que en un momento que él y nosotros así lo necesitábamos mi mamá le abrió las puertas de la casa.
A pesar de ser un eterno adolescente, de ser una de las personas más egoístas que jamás he conocido, de sus vicios, de sus enormes conflictos, de ser un perfecto sociópata, le quise como supongo que se puede querer a un hermano.
Tendría cuatro (¿cinco?) años más que yo y se convirtió en lo más cercano a una figura paterna durante mi adolescencia. No sería la mejor figura paterna, pero hay que arrear con lo que se tiene.
Y no sé por qué, mientras en el momento del ocaso el sol se ocultaba tras las montañas como un gigantesco toro de fuego, me acordé de todo esto. Puede ser el eclipse, puede ser que por casualidad hablé con él hace unos días y desde entonces no puedo dejar de pensar en todo lo que se perdió.
Y no es que quiera recuperar lo que había o volver al pasado. Pero todo lo que se perdió, todo lo que se echó a perder, no deja de ser una pena. Después de ese eclipse, del de 1991, vimos otro -uno lunar- ya muchos años después. Para entonces ya todo se había ido a la mierda o estaba muy encaminado en esa dirección.
Después vino la debacle. La historia es harto complicada y no tengo todos los detalles. Creo que nadie los tiene, ni él. Para entonces ya no era él, era alguien más que vivía dentro del cuerpo y la mente de aquel que un día fue mi hermano.
Ya no lo vi más, salvo tres o cuatro veces. Una cuando me llegó a visitar a mi casa, me acababa de casar y no sé por qué decidió ir a verme. Fue una visita incómoda, como cuando llega un extraño o un impostor.
Las otras veces fue en el Federico Mora, a donde lo fue a dejar un su cuate. No tengo los detalles de cómo fue a parar allí y no quiero inventármelos, al menos no hoy. Tampoco es que importe. Me acuerdo, lo tenían casi desnudo, encerrado en una celda. Ese lugar debe ser lo más cercano que hay al infierno.
Se puso feliz de verme, yo traté de encontrar algo que me ayudara a ver a mi hermano en él. Pero no pude.
Quizá fue por eso que dejé que su familia se encargara del tema cuando hubo que decidir qué hacer con él.
Es como, no sé, como si yo hubiera tenido un hermano. Como si hubiera tenido un hermano y mi hermano se hubiera muerto. O peor aún, como si mi hermano hubiera dejado de serlo. Como si hubiera decidido, aconsejado por sus demonios, que no quería tener parte alguna con nosotros. Y supongo que eso es lo que se siente cuando se muere un hermano o peor aún, cuando se pierde para siempre a un hermano.
Y allí estoy. A la orilla de otra calle, casi 25 años después, sacándole fotos a un sol que, salvo hoy, parece ser la única cosa segura que tenemos en esta tierra de incertidumbre. Y tengo un nudo en la garganta y una tristeza de esas que llegan como relámpago y se quedan unos cuantos días con nosotros.
Qué triste es no tener con quien hablar estas cosas. O peor aún, no tener quién pueda comprender estas cosas. En general la gente está más ocupada de su propio ombligo, de las cosas inmediatas y del pan que se van a echar a la boca.
Nadie tiene tiempo ya para no-hermanos que se alejaron para no volver jamás.
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