La falta de costumbre, el alejamiento de ciertos hábitos, pueden difuminar conexiones antes consolidadas. Pasó de posarse en una viga de madera a su alcance y aferrarse a ella con temor a buscar mi cuerpo, como refugio. Sabe que su balance no es el mismo y que su incapacidad para moverse como antes representa una amenaza. Se sabe presa, capturable.
Ha perdido la confianza en el mundo, en su relación con este. Los lazos generados en años previos, como parte de su experiencia, se ha roto: el enredo que la constituía se ha desfigurado. Ahora parece habitar en un mundo más abstracto de cosas ya no a-la-mano, con orientaciones dudosas, sin la posibilidad de predecir ni calcular, donde la mayor parte de elementos a su alrededor le son ajenos y por ende peligrosos. Por ratos camina sigilosamente, por otros intenta apresurar el paso, con la cabeza gacha, a ras del suelo, con el pecho hacia abajo. El mundo se le presenta como trampa.
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Su cuerpo desarmado no es solo el resultado de la falta de las plumas que en gran parte conforman sus alas y el vuelo, sino, y parece ser que sobre todo, la desconexión con el exterior, la interrupción de su relación antes íntima con el espacio, en la manera como se entretejía con éste haciéndolo tiempo; el hacer cotidiano de aquellas relaciones espaciotemporales y materiales ya no disponibles (si bien otras relaciones previas y nuevas siempre existen, aun cuando está en proceso de hacer sentido de ellas). Quizás sea esa la dificultad: el proceso de re-comenzar a comprender el mundo en otros términos, en otros nieles, con otros tiempos, lo que la lleva a pasar a veces horas, no necesariamente de corrido, a ocultarse en el sueño.
Entierra el pico en su espalda y cierra los ojos, abrazándose con sus medias alas, ensimismándose, ajena a lo que sucede a su alrededor. Forzada a la individualidad, una que le niega, precisamente, su autonomía. Y es que la autonomía no tiene que ver con la idea de una conciencia y regulación de sí, que da paso a una independencia caracterizada por los límites entre un yo y los otros. Más bien, tiene que ver con los lazos que nos unen a todo lo demás, con la seguridad y la estabilidad (nunca fija) de las relaciones con las que (nos) hacemos mundos. Nunca aparte, unicidad o solidificación. No ley propia, no auto-administración, nunca subjetividad aislada; no es un cuerpo hecho territorio, marcado por límites fronterizos claros, con su capacidad única de autodefensa; el lenguaje militarista que opera en nuestras nociones del yo. No es la separación de otros (humanos y no humanos) lo que nos permite ser quienes somos, sino esos enlaces lo que posibilita nuestra potencia. Son tejidos que se reconfiguran, enredos que posibilitan lo común, interrupción de límites y fronteras. Es de ello de lo que se deriva nuestra conciencia ética.
Dos años de pandemia nos han dejado a muchos sin alas; los efectos psicológicos que de este estado permanente de incertidumbre y, en muchos casos, paranoia (a raíz de la complejidad de las circunstancias, muchas veces dolorosas, que nos ha tocado vivir, pero también del encuadre que los medios y el gobierno le han dado a la situación), son innegables y tendrán que atenderse. Nos sentimos más vulnerables y en ese estado parece ser más fácil ensimismarse, perder la confianza en lo que nos rodea y olvidarnos que seguimos siendo enredos, aun cuando la forma o la configuración de la maraña haya cambiado de alguna manera. La sensibilidad que hoy se activa también puede acercarnos y mostrarnos otras formas de encuentro, una hospitalidad capaz de dar paso a otras economías de afectos. Hoy, este pájaro con el que nos constituimos se acerca a mí más que antes, encuentra en mi cuerpo una base segura que antes daba por sentada, nunca está realmente sola o aislada.
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