Es una violencia invisible incluso para las mismas víctimas. Sin embargo, tiene implicaciones en la forma en que nos comportarnos. Modifica nuestra manera de relacionarnos con los otros, con nosotras mismas y con nuestro entorno.
Aunque el acoso sexual no es exclusivo de las mujeres y se conocen casos de hombres que lo han sufrido, la realidad nos muestra que la mayoría de las que sufrimos el acoso sexual somos las mujeres. A tal punto se ha extendido y normalizado el acoso a las mujeres que hemos generado una cultura de miedo, que se manifiesta en nuestros patrones de comportamiento.
Actuamos marcadas por el miedo: el miedo al espacio geográfico, el miedo al otro, el miedo a las aglomeraciones de extraños. El miedo se convierte en nuestro equipaje de mano.
Según la investigadora mexicana Rossana Reguillo, «el miedo es una experiencia individualmente experimentada, socialmente construida y culturalmente compartida».
El miedo nos moldea la forma en que percibimos los espacios. En nuestra mente construimos mapas mentales para detectar peligros o amenazas que percibimos en el entorno. Incluso en un sitio nuevo somos capaces de activar nuestras alertas. Los espacios abiertos o abandonados encarnan uno de los mitos más difundidos en la construcción del imaginario del miedo y de la violencia que afecta a las mujeres, pero también los espacios cerrados, con poca visibilidad y de difícil acceso, representan un factor de peligro.
En este sentido, los medios de transporte público son un ejemplo de espacio cerrado y con pocas salidas, con el agravante de que en ellos se aglutinan muchas personas. Este efecto de la aglomeración de extraños lo percibimos como una situación potencial de riesgo y puede incidir en la decisión de dónde sentarse, de preferir irse de pie o de dejar pasar el autobús y esperar el siguiente que venga con menos pasajeros.
Pero no solo los espacios son vistos como riesgo, sino también las personas. El otro que se relaciona con nosotras es visto con resquemor y desconfianza.
La ciudad es un lugar de encuentros e intercambios entre personas y grupos diferentes. Para muchas mujeres, ese otro (principalmente masculino) es percibido como amenaza: «hombres con comportamientos extraños», «jóvenes en las esquinas», «delincuentes», «un auto estacionado con hombres adentro», «el tipo que exhibe sus genitales», «el que roza sus partes íntimas contra nosotras en el bus», etc. Estar expuestas a esta amenaza real o imaginaria modifica nuestra forma de relacionarnos con los hombres.
Por otra parte, varias investigaciones señalan que el miedo se encuentra mediado por diferencias de género, raza, edad, etcétera, de modo que la forma en que perciben la inseguridad las mujeres mayores de 50 años es diferente a cómo la perciben las jovencitas. Para las primeras, está relacionada con robos y asaltos, mientras que para las jóvenes se presenta como un temor sobre su cuerpo, que se ve materializado en el miedo a la agresión sexual y, en particular, en el «miedo a la violación».
El miedo puede ser incluso heredado y transmitido de padres a hijas. Los padres instalan en sus hijas un sentimiento de vulnerabilidad en el espacio público que se reforzará con las constantes noticias procedentes de los medios de comunicación y de las redes sociales.
Así como ponemos verjas a las casas para protegernos de los ladrones, las mujeres ponemos barrotes a nuestra libertad para protegernos del miedo.
Autolimitamos nuestro espacio de movilidad imponiéndonos límites en la utilización de lugares públicos. No pasamos por ciertos sitios como terrenos baldíos, lugares poco alumbrados, calles solas y, dependiendo de la hora, parques, canchas de juego, plazas, etc. Vamos de la casa al trabajo, al centro educativo, al supermercado, al banco o a otra casa.
Pero también modificamos nuestras prácticas cotidianas. Optamos por vestirnos «no provocativamente» —no usar minifaldas, jeans apretados o escotes—, por caminar en grupo, por no salir solas de noche, por tomar los buses menos llenos, por no pasar por lugares donde haya grupos de hombres, etc.
Tanto la limitación de la movilidad como la modificación de nuestras prácticas cotidianas son límites a nuestra libertad. Son barrotes que nos ponemos para poder sobrevivir en esta sociedad.
Librarnos de ese miedo no es sencillo. Requiere de políticas públicas que nos aseguren el derecho de disfrutar de la ciudad sin miedo.
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