Le conté que hace un par de años trabajé con un muchacho cuya madre atravesaba un problema emocional que le impedía trabajar. A sus cortos 13 años, Oswaldo sostenía el hogar. Yo lo veía renunciar a comer para intentar cubrir las necesidades mínimas de sus hermanas. En una oportunidad me pidió que fuera su fiadora en la compra de un televisor. Sin afán de inmiscuirme en su vida —porque muchos padecemos la infernal costumbre de suponernos con el derecho de opinar con autoridad sobre el estilo de vida y las decisiones ajenas—, me atreví a sugerir la elaboración de un presupuesto familiar. No tardó en describir cómo las hermanitas, desde una loma cercana a su casa, intentaban ver (lejos y aun sin escuchar) programas infantiles en el televisor de la vecina. Lo hacían antes de que la vecina las viera y les cerrara la puerta frente a sus pequeñas narices. Compró a plazos el aparato. Lo pagó antes de tiempo. Después compró un amueblado de sala para reemplazar las latas grandes y vacías donde se sentaban las nenas a ver caricaturas. Esta historia es más común de lo que imaginás. Se repite todo el tiempo en mi comunidad. Siempre la voz quebrada de una madre dispensará ese terrible pecado cometido en aras de consentirle un gusto a su niño. Nosotros, mientras no hayamos vivido dichas condiciones, no tenemos nada que opinar al respecto. Yo dejé de hacerlo desde esa vez.
En cuanto a programación televisiva, las telenovelas y los programas religiosos ocupan los primeros lugares de preferencia. Uno de los favoritos es sobre una rosa blanca en el cual ilustran formas moralistas de afrontar conflictos cotidianos. El programa tiene una amplia aceptación entre la juventud porque abarca problemas de los que nadie les habla. Cuando converso con ellos, puedo notar su interés en instruirse con la serie televisiva por medio de ejemplos que retratan su condición. El conflicto se despliega cuando el personaje protagonista abandona el camino de la moralidad y prueba una nueva droga, queda embarazada, es víctima de acoso en redes por un depredador sexual, etc. A este tipo de aprendizajes yo los llamo educación integral para la vida.
A las personas que tenemos el privilegio de acceder a determinado nivel educativo nos puede parecer un programa de pésima actuación y de trama anacrónica de formación elemental. Pero, cuando vivís en comunidades donde la escolaridad para un amplio porcentaje de adultos es casi nula, podés darte cuenta de cómo la televisión suple algunas necesidades básicas de educación social. Lo que no podés dejar de notar son consecuencias que pasan a ser algo más grave que un daño colateral.
Desde los tiempos de la conquista nuestra espiritualidad ha sido desvalorizada. Fuimos objeto de imposición de prácticas religiosas que no son propias de nuestra cosmovisión maya. A nuestras comunidades han traído increíbles modos de manipulación en nombre de muchas religiones. Mientras, la falta de educación escolar nos hace presas fáciles de múltiples y variados abusos por parte de los mismos predicadores. Todo esto es reforzado por programas televisivos. Personalmente, me cuesta encontrarle el beneficio a ver cómo falsos profetas ofrecen curas milagrosas. Porque no solo influyen y atentan contra nuestra cultura ancestral, sino que además se convierten en una manera de inmortalizar estereotipos perjudiciales, además de que sugieren que los problemas personales de ninguna manera podrán ser resueltos por nosotros mismos, sino que deben ser solucionados de una manera mágica.
Mi punto es que percibamos la importancia de una educación integral de calidad para la población en general. Hablo de tener ese mismo derecho de acceder a esa educación integral que nosotros, desde nuestro espacio de privilegio, suponemos erróneamente que todos tienen. La educación actual, que no enseña a razonar, nos afecta a la hora de elegir gobernantes. Fácilmente somos presas colectivas de la falacia de generalización apresurada, pues damos por sentado que quienes nombren a Dios podrán arreglar las cosas mágicamente, como con el aire de la rosa.
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