El anciano en el estadio

Una imagen está dando vueltas en mis redes sociales desde hace unos días:  un hombre de la tercera edad, muy formalmente vestido, zapatos de cuero y sombrero, de pie en las gradas del estadio, conectado a su tanque de oxígeno, con la cara iluminada de alegría, viendo a su equipo camino de ser campeón por primera vez en la historia. Un equipo modesto, de raigambre popular, que nunca ha ganado un campeonato nacional del Ecuador. El equipo del sur obrero y modesto de Quito tiene al Aucas clasificado a una copa Libertadores de América por primera vez en los más de sesenta años de existencia institucional.

Para ese anciano, atrás van quedando todos esos momentos de masticar rabia. Esperar toda la vida para ver a tu equipo jugar una final y pelear un campeonato. Aguantar durante años las decepciones un domingo sí y otro también. Sentir los descensos a segunda categoría como una tragedia en carne propia.

Este no es el modelo del AC Milán de Berlusconi, que allá por los 90 patentó el modelo del millonario que traza desde la dirigencia deportiva una ascendente carrera política con un acento marcadamente populista, trayecto que han recorrido muchos otros desde entonces. Tampoco es el club que viene del exquisito modelo de planificación empresarial, que construye sobre la base de una academia que explota a los futuros talentos y reditúa de los porcentajes sobre los pases que pagan equipos europeos.

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Esto se parece, en cierta forma, al San Pauli, de Hamburgo, que milita en la segunda categoría alemana, que nunca ha obtenido un título, pero cuya popularidad nadie discute: es definido como un «equipo de culto» por su carácter antirracista, antifascista y antihomofóbico. El túnel de su estadio, Millertorn es conocido por su diseño que recrea para los equipos visitantes la entrada al infierno. Y en cierta forma, esto se parece también al idilio del Bigote López con el Villa Española en Montevideo, que conoce como única excepción en su contrato, que si los Redonditos de Ricota o el Indio Solari tocan, el Bigote, previa comunicación por escrito, está autorizado a ausentarse y no jugar.

En este ambiente previo a un mundial que se juega durante la temporada navideña (el sueño materializado de todo profesional de la mercadotecnia) la imagen del anciano hace que el fútbol recupere por un momento algo de esa esencia a esquina, barrio y pertenencia, muy diferente a la transmisión de clásicos y la discusión eterna de quien es el mejor jugador del mundo.

Soy uno de esos tipos que lloró cuando murió el Diego. Y también soy el tipo que decidió borrar de su lista de amigos al intelectual que desde su posición superior al promedio de las personas, tenía algo que decir en redes sociales sobre cómo el fútbol embrutece a las masas.  Soy el tipo que disfruta una crónica de José Samano en su sección en El País o de Ezequel Fernández Moores en La Nación.  Y confieso que soy el tipo que a la hora de repartir las cosas de mi viejo después de su muerte, se quedó con la camiseta del Aucas que le pertenecía, porque seguramente era una de sus posesiones en las que más habría depositado sus alegrías, tristezas y certezas.

El fútbol tiene un sentido que va más allá del enorme mercado al que impulsa.