Es la segunda que me tomo desde que llegué. La mesera, una niñita de unos 17, 18 años que tiene nariz de boxeador pero por algún motivo sigue siendo extremadamente guapa, me puso contra la espada y la pared para pedir la segunda cerveza.
-¿Quieres otra?
-¿Debería?
-Definitivamente.
-¿Por qué?
-La cerveza es buena, duh.
Y allí estoy, en Ruidoso, Nuevo México. Degustando mi cerveza en la terraza que da a la calle principal de esta comunidad de esquí que en los meses cálidos del año se inunda de viejitos ricos que ocupan casas en estas montañas atiborradas de pinos.
Hace dos días que salí de El Paso y aún no me acostumbro a ver algo que no sea desierto y lagartijas abrasadas por el sol.
No puedo sino escuchar una conversación entre dos viejas que se rehúsan con vehemencia a dejar de ser adolescentes. Tienen la piel curtida -por el sol y los rayos artificiales- y se nota que no son ajenas a la cirugía estética. Al menos la más vieja y parlanchina se hizo la nariz y los dientes.
Quien viera la conversación de estas amas de casa desesperadas, pensaría que están resolviendo el conflicto de Darfur o curando el SIDA. Pero pese a la enjundia que le pone la más vieja al argumento, pese a cómo sacude las alhajas y chequea furiosamente su iPhone una y otra vez, es una discusión mezquina. Parece ser que una de las amigas del grupo la ofendió y no se ha disculpado.
Hace dos días que llegué y estoy agotado. Llegué a cubrir un incendio forestal que se comió 800 caballerías de bosque nacional. Llegué a cubrir eso y terminé haciendo una nota sobre cómo los Zetas lavan dinero en Nuevo México.
Para no atenerme a la nota diaria del lento avance de las operaciones de los apagafuegos, tenía pensado escribir una nota sobre los bomberos forestales, unos chavos apenas salidos de la secundaria que se meten a la montaña en turnos de 16 horas a crear cortafuegos con azadones, motosierras y poco más.
Pero me tocó hacer una historia sobre cómo el hermano de uno de los Zetas principales de México lava dinero acá comprando caballos pura raza en subastas en esta pequeña ciudad en las montañas.
No sé si sea que está sonando Piano Man en el sistema de sonido del bar, la conversación inane de las viejas curtidas o el cansancio, pero me entró un bajón que para qué.
Y en eso suena la estrofa de “they are sharing a drink they call loneliness, but it´s better than drinking alone” y ya entonces el bajón es total.
“No parece que se lo esté pasando bien”, me dice un tipo en la otra mesa. Le digo que estoy cansado, que me tocó hacer una nota sobre el lavado de dinero en los establos de la pista de carreras de caballos y que pasé todo el día bajo el sol.
“Yo allí trabajo, llegaron como 15 carros de los federales en la madrugada a llevarse un montón de mierdas”, interviene un chavo en una mesa que está detrás de mí. Le digo que soy periodista, pregunto si me puedo sentar y me siento en su mesa, todo de golpe, en un solo rápido y ágil movimiento.
Son tres. Todos tienen menos de 23 años. Uno es bombero forestal acá en Ruidoso, otro es un vaquero que monta toros profesionalmente y la chava es como la novia del vaquero en los ratos que él no está con su novia y ella no está con su novio.
Me cuentan de todo, de toros bravos, de caballos, de sementales, de bolsas de dinero que se somatan contra una mesa para comprar un caballo que vale un cuarto de millón de dólares. Hablamos de eso y otras muchas cosas y nos reímos.
El cabrón tiene una hebillota que se ganó por estar siete segundos sobre un toro gigantesco en Texas y me la muestra orgulloso. No es gran cosa, pero es una medalla de honor para él, un muchachito fibroso que se deja invitar a las cervezas por su novia de a ratos.
Al final el vaquero saca unas gotas para los ojos y yo pienso: estos son mariguanos. Las gotas, me dice, son mentoladas y refrescan los ojos.
Me ofrece probarlas y yo digo: ¡va!
Arden como la gran puta. Y el cerote me dice: ¡son ÁAAAAACIDOOOOOOOO, compadre!
Me friqueo bien grueso, me da como un flashback. No, de hecho me da un flashback y me cago del miedo.
Juro que por un breve momento me imagine al vaquero y su novia como los ratones de Keep On Truckin’, imaginé cómo le salían rayos de colores de la hebillota y me entró esa sensación de cuando estás a punto de alucinar.
“I’m-a-be-trippin-baaaaalls”, fue lo único que atine a decir.
Al final me dice que no, que nomás son gotas de ojos mentoladas que compró en el WalMart y me relajo. Nos reímos un buen rato de mi susto, nos reímos de las viejas, nos reímos de la mesera y de nosotros mismos hasta que ya no hubo más nada de qué reírse.
Supongo que debe ser que la música cada vez más se parece a la de Variedades Sureñas -está sonando Hotel California- y supongo que debe ser el cansancio y supongo que es la muerte de Ray Bradury lo que me tiene triste en ese momento.
Bradbury escribió de viajes a Marte, de veranos lejanos y de libros que arden. Pero en esencia escribió de esta América, de esa idea que no es, está siendo.
Chris Rock dijo en los 90 que América no existe más, que es todo una interminable serie de tiendas todas iguales, todas calcadas. Y seguramente tendrá algo de razón, pero yo sigo encontrando razones para contradecirlo.
Como se murió Bradbury el fin de semana me puse a ver episodios de la Dimensión Desconocida (¿Se llamaba así The Twilight Zone en español?) y los capítulos que vi tienen como tema la soledad en esa América que estaba comenzando a ser el Imperio que ya no es.
Bradbury siempre va de tener a esta América a una distancia saludable. No sé por qué no dejo de pensar en una línea de Las Crónicas Marcianas en que uno de los exploradores en Marte comienza a matar a sus compañeros de expedición y cuando le preguntan por qué, contesta que cuando era joven sus papás lo llevaron a Ciudad de México y su padre era un bocón y su madre no apreciaba a la gente porque eran oscuros y no se bañaban lo suficiente y no quería que otros americanos como sus padres llegaran a Marte a hacer lo mismo.
Y allí, en la mesa del pub irlandés, mientras me despido del vaquero y el bombero y la chica, pienso en ellos y las viejas curtidas o los bomberos que están en la montaña o los viejitos adinerados que se preocupan por sus casas de verano o los lavadores de dinero y me pregunto quién de ellos cabe en esa idea de lo que es América.
Y me gusta imaginarme que todos ellos caben dentro de esa idea, de esa noción.
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