Pasaron dos semanas después del diez de mayo, ese en cuya tarde lluviosa escuché la historia doblarse contra sí misma y empezar a hacerse un avión de papel esperando volar lo más lejos que pueda. La radio me mantenía al tanto, mientras estaba aparcado en una calle de Antigua Guatemala, frente a un convento colonial. No había mejor lugar para recibir el fallo además de la sala de debates, no había uno que diera tanto qué contar.
Aquella era una postal sincrónica: la Jueza hacía una narración del por qué un ex jefe de Estado era condenado por genocidio y las construcciones frente a mí, el empedrado de las calles, contenía en su memoria las primeras frases de un discurso de defensa de la barbarie. La colonia sigue viva, tanto, como hace cinco siglos y la condena era un paso para salir de ella. El audio era potente, mientras finas gotas de lluvia golpeaban el cristal del auto, bajo un sol que no terminaba de ocultarse.
Después del 10M, vino el abismo, las trincheras, los bandos erigiendo sus discursos pétreos como tótems manchados de sangre. Pasquines como multiplicadores de la paranoia. Un sistema judicial como pozo ciego tragándose el proceso, llevándolo a un laberinto, con un Minotauro que a su vez es presentador de televisión, columnista y abogado litigante.
No diré que hay caos en esto. No surgió espontáneamente, ya vivimos en él; pero oculto en lo que no se dice, en lo que se guarda para sí mismo o los círculos de amistad donde la confianza reina. Si diré que me emociona: las posturas salen a flote y empezamos a tener claro qué hay sobre la mesa para poder discutir un país distinto.
El proceso ha servido como catalizador, como pólvora para la metralla del discurso. Es una alegría, en un país cuya discusión parecía dormir profundamente bajo los efectos de los sedantes más groseros, al punto que parecía sufrir de un estado comatoso irreversible. Pero no, está vivo, aunque la señal es débil, al menos ya indica un pulso.
Sin embargo, el proceso de despertar es lento, como el paso de un gusano en ascenso hacia la copa de una ceiba. Aún ronda el espíritu de la tibieza, aún permanece la modorra. Y debemos identificar este mal que se padece, la inmovilidad que nos impide despejar la bruma.
Hemos atestiguado cómo el miedo usado como método de control estatal, tiene como finalidad paralizar al individuo, aquietarle, obligarle a la autocensura. Numerosos son los ejemplos de periodistas o líderes asesinados durante el conflicto armado. Es inevitable que la generación de mi madre, de mis abuelos, tenga pavor a emitir su opinión, a fijar una posición pública, porque para ellos significaba la muerte.
Es inevitable que las generaciones que me anteceden intenten protegerme diciendo que no diga nada. Sin embargo, la poesía es profética. Otto René Castillo y Julio Serrano coinciden en algo: los niños nacidos a finales de siglo serán alegres. Y la alegría es también la libertad, la de decir lo que se piensa, sin miedo.
Es el antídoto contra la tibieza. Las redes sociales son esa fractura. Aunque claro, siempre están los ecos del pasado resonando, clamando por el silencio, diciendo que el conflicto es una condena, como si fuese un ente independiente, surgido de la nada. El conflicto viene de nosotros, de nuestras ideas se alimenta y la solución no es acallarlo sino resolverlo mediante el diálogo. Eso es lo que evita el tibo, el neutro.
Este es un país disfuncional, construido verticalmente donde unos pasan sobre otros. El juicio es sobre eso, no solo sobre Ríos Montt, es sobre la manera de manejar el país. Cuando se habla de racismo, estamos tocando la vena del problema, el conflicto más hondo: el no entendernos. La muralla más sólida.
Pero el tibio prefiere no hablar, algunos por miedo, otros por comodidad, algunos por ego. Mientras a los primero los entiendo, a los dos últimos no. Cuando un sistema disfuncional busca repararse, el no hacer por la mejora es adherirse al problema, es reforzarlo, blindarlo.
El que deja de hacer algo para mejorar, está manifestando su conformidad con el estado de las cosas, porque quizá el sistema lo captó para sí, lo asimiló de tal forma que cualquier cambio es una invocación al mal, aún cuando ahora viva en la miseria. El sistema educa en la obediencia y tiene éxito.
También puede que ahora obtenga beneficios que no quiera perder. Teme que la manera en que vive peligre al favorecerse un cambio o manifestar su postura conservadora. Es un perezoso, un hijo del desarrollo: ese tipo de desarrollo donde hacer menos y ganar más es estar mejor.
Pero si algún tibio es peligroso es el que emite opinión desde su falsa neutralidad. Hijos del mito de la posibilidad de extraerse de sus circunstancias, los tibios que opinan, creen ser capaces de dar un pie tras su cuerpo, olvidar toda su educación, dejar de ser parte del tiempo y poder emitir una idea pura, inmaculada, sin sesgo. Una boya flotando en el centro de un lago. Nada más falso. Es imposible hacer tal cosa.
Hay que recordar el territorio de las ideas, su posición de género. Que las ideas vienen de un ente orgánico, material. Es imposible que opine fuera de mi lugar ladino/hombre/clasemediero; pero el poder que se cree universal nos enseñó lo contrario. Las ideas que surjan de los otros desde mí, serán planteadas siempre desde mi perspectiva. Mucha imaginación podrá tenerse, pero cuando la uso, esta solo rodea al objeto, no logra sondarlo. A menos que uno se reconozca Dios.
Si ahora vivimos en un sistema jerárquico de género, clase y raza, la única forma de minarlo es la democracia real, donde las concentraciones de poder se aminoren. Y una democracia exige la concertación y tal cosa no es posible sin fijar una posición desde la cual se negocia. Por eso el peligro del tibio, que cree disfrazar su opinión tras la neutralidad. Es un bloque de concreto en el muro.
La tibieza y el miedo, son los dos obstáculos a vencer en el discurso para lograr una mejora. Aceptando claro, que es inevitable el hecho de que serán vencidos. Quizá los entes generadores de miedo, esos dinosauros rugiendo, desaparecerán con el meteorito. Mientras los tibios, esos entes de la supervivencia parásita, buscan convertirse en lagartos para reclamar los pantanos del futuro, donde vivirán los niños alegres.
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