El hombre del desierto vive en un trozo de tierra, en medio de la nada, a unos 40 kilómetros del pueblo más cercano. Y el pueblo más cercano tiene 400 habitantes. Vive con su perro y en el transcurso de la charla me cuenta que es lo que siempre ha querido. Ha ido buscando un refugio en el desierto, primero lo supo en su corazón, luego formó la idea en su mente y un día se dio cuenta que aún cuando tenía parejas estables su anhelo era vivir aislado del mundo.
Hoy me lamento por haber sentido que era un cliché muy grasoso decirle si se sentía un poco como el hombre del famoso impermeable azul de Cohen. Lamento no haberle preguntado si estaba llevando algún tipo de diario. Yo alguna vez me sentí no como el hombre del impermeable sino como el otro, como el enemigo de éste. Y sentí ganas de agradecerle al hombre del famoso impermeable azul, a otro hombre del famoso impermeable azul, que se hubiera llevado las tribulaciones de los ojos de una mujer; haberla quitado de de mis planes. Pero de eso hace ya tanto tiempo que no me queda más que un vago recuerdo.
Lo tengo sentado en este restaurante, en este comedor en el que el sabor de los burritos es inversamente proporcional a la limpieza de la cocina. Donde acompañan el “Chee-leh con keh-so” con unos chips recién fritos, no esos chips de tortilla hechos en una fábrica en alguna parte de Minnesota.
El restaurante tiene una puerta que lo comunica con un bar. Es lo más cercano que hay a un bar de mala muerte en el West Side de El Paso. Unos diez o doce parroquianos están sentados en la barra, emborrachándose. No son ni las seis y media y algunos ya llevan bastante adelantada la tarea.
Bajo la luz mortecina, dicen las canciones cursis, la gente se mira mejor, más guapa. No acá. Aún bajo la media luz y el reflejo sobre la barra de los neones de marcas de cerveza, los parroquianos parecen acabados. Hay un agotamiento generalizado en sus rostros. Un asco que solo se quita bebiendo.
Son hombres y mujeres que ya arribaron. No sé a dónde iban, quizá no importe mucho. No sé si llegaron a donde querían ir, a donde las posibilidades que alguna vez existieron prometían llevarles. No sé si quiera si están conscientes de ello. Pero ya llegaron. Están allí, arribados a su destino final.
Salimos del restaurant y mientras atravesamos el bar, evito establecer contacto visual con los arribados. Dudo que su condición sea contagiosa, pero no quiero arriesgarme.
El hombre del desierto y yo nos instalamos en una terraza afuera del bar, para tomar la última cerveza de la tarde. Allí me cuenta que siempre, desde que recuerda, fue su deseo habitar el desierto, aislado de la civilización.
Me cuenta que ha comenzado a tener dificultades con la gente del pueblo y bromeo que va a estar difícil encontrar un lugar más apartado. Después de todo, en esa zona donde antes había agricultores y alguna actividad humana, hoy solo hay minas de metales pesados y entrenamientos de fuerzas especiales organizados por contratistas privados que se hacen millonarios con las guerras en Medio Oriente.
El hombre del desierto me cuenta que vive desconectado de la red eléctrica, que trata de tener poco impacto en el medio ambiente y luego da una mirada de vergüenza y pena a su pickup. “Hago lo que puedo, pero si vivo tan lejos, tengo que manejar”, explica.
Es de esa gente a la que uno admira, pero no quisiera imitar. Yo lo admiro por seguir su sueño, por enfrentar los costos que implica seguir su sueño y hacer lo que quiere. No lo quisiera imitar, porque 20 meses después de haber abandonado la jungla, sé lo difícil que es vivir en el desierto; lo complicado que puede ser el aislamiento y la soledad.
Llega el momento en que revelo el verdadero motivo de haberle citado, mis motivos ocultos. Quería entrevistarle para un proyecto que estoy desarrollando. Una Exploración Americana, por así decirlo.
Conforme avanza la entrevista, el hombre del desierto se da cuenta de que estamos un poco borrachos y que eso me confiere la ventaja, pues el entrevistador apenas si tiene que plantear una duda, una pregunta que ha estado maquinando durante meses, y sostener la grabadora. En tanto, él ha de hacer un esfuerzo mental por articular sus respuestas. La presencia de la grabadora le pesa, sabe que si algún día hay una posteridad para él, allí estará su voz pastosa y divagante en esta grabación.
Luego le hago unas fotos. Nada complicado, cuatro fotos para acompañar la grabación. No termina de entender el fondo del proyecto. Le doy una explicación prefabricada y me despido alegando lo avanzado de la hora.
Me voy a casa. Tres de doce entrevistas, tres de doce. Poco a poco va avanzando el proyecto. El hombre del desierto también sale del bar donde se quedan los arribados. Él todavía tiene varias horas de camino a su refugio en el desierto.
De vuelta a casa, pienso en los arribados. Trabajo en mi proyecto e imagino que los parroquianos del bar deben estar bastante borrachos a esta hora de la noche. Pero no importa, a donde tenían que llegar, llegaron.
A mí, creo que aún me falta un trecho.
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