Me acuerdo que era flaco, flaco, flaco. Creo que por una estricta dieta de comida regalada y agua pura y que usaba un traje que había visto mejores décadas y le quedaba dos o tres tallas grande. Recuerdo que no bebía y que los policías privados del edificio siempre se burlaban de él porque era un poco lento y supongo que les habrá causado perplejidad ver a un hombre blanco y casi rubio en una posición de vulnerabilidad respecto de ellos.
Seguramente el saco habría sido de él o de algún pariente porque en esa época aún no comenzaban la pacas o, si habían comenzado, estaban en sus verdaderos inicios. Además imagino que habrá sido de él, porque por las conversaciones que sostuve con él, me contaba con esa voz lenta y gangosa que venía de una familia de esa clase media tradicional que se extinguió con la llegada de los años 90 en Guatemala. Una familia “bien” hubiera dicho mi mamá.
No recuerdo perfectamente los detalles. Yo habré tenido 14 o 15 años y nuestras conversaciones ocurrían siempre después de las dos de la mañana, a esa hora que el negocio daba un respiro. Siempre llegaba después de las dos o tres de la madrugada, cuando los clientes del bar solían irse. Es decir, la gente decente solía irse a su casa y dejaban bajo las luces mortecinas a los borrachos impertinentes como el Negro Parada y un su cuate de anteojotes que no me acuerdo como se llamaba.
A esa hora el trabajo consistía poco más o menos poner la música -hasta que se me ocurrió hacer un casette con los grandes éxitos del bar y otro con las 20 de oro de José José- y repartir cachetes de limón a los borrachos que poco a poco iban cayendo doblados sobre la mesa. A esa hora, solía llegar El Licenciado.
Para él también había bajado el trabajo de cuidar en la calle los carros de los borrachos que llegaban al bar y de las parejas que iban a una discoteca de dudosa reputación que quedaba en el sótano del edificio.
Casi todas las noches llegaba a ver si quedaba algún wantán frío o si le regalábamos algo de comer. No se si era mi mamá o mi hermana o el difunto Ricardo quien iba guardando un poquito de carne de cada sándwich que hacíamos para cuando llegara El Licenciado. También es cierto que Ricardo fue el que le puso Licenciado a ese esqueleto viviente.
Creo que fue por ese saco, un saco de esos de lana que parecía como de tela de sillón, de esos que alguna vez se llamaron “esport”, que el hijo de puta de Ricardo le puso ese apodo cargado de burla y desprecio.
El saco explicaba que el hombre era un remedo de un licenciado, una caricatura de lo que podría haber sido de haber sido otras sus elecciones de vida. Y supongo que eso, el pertenecer a esa clase social que en la que podría haber sido licenciado, jugaba en su favor al buscar la caridad de todos nosotros.
En el bar había comida y en la discoteca de dudosa reputación lo dejaban dormir después de las cinco o seis de la madrugada, una vez cerraban. Recuerdo que me espanté cuando me contaron que lo dejaban encerrado bajo llave en el local. Le tenían confianza para dejarlo dormir, pero no tanta como para darle la llave. En la aritmética de la indigencia suma más no dormir muchas noches a la intemperie que la posibilidad de morir abrasado en esa discoteca.
El Licenciado solía desaparecer por temporadas. En alguna oportunidad, supongo que a causa de una crisis, volvió golpeado y con la ropa más sucia de lo normal. Sin embargo, la mayoría de las veces volvía limpio, con el saco lavado, el pelo cortado y hasta un poco más gordo.
Volvía sonriente. Recuerdo que cuando andaba contento caminaba a saltitos por el edificio, como un pizote entelerido. Recuerdo su felicidad como un concepto, más no como lucían sus dientes o qué forma tenía su sonrisa.
Siempre pensé que volvía sonriente por haber pasado una temporada en casa de sus tías, que era a donde iba cuando desaparecía. En alguna oportunidad me contó que a sus 40 y pico de años se consideraba huérfano, una especie de huérfano que aparentaba mucha más edad de la que tenía. Yo sé que se puede ser huérfano a cualquier edad.
No fue hasta poco antes del final, del final de todo -del bar, de esa etapa de mi vida, de la vida misma de El Licenciado- que entendí que volvía feliz no por haber pasado tiempo en casa de sus tías que seguro lo habrán atendido como al hijo pródigo. No era su felicidad haber dormido 15, 20 días en una cama y no sobre la alfombra de la discoteca, olorosa a vómito y cerveza podrida.
Volvía feliz por haber escapado de las tías. ”Como chingan esas viejas putas, no me dejan salir a la calle”, me confesó una tarde mientras yo llenaba de cerveza el enfriador antes de abrir el bar.
Solía reírse con esa risa de la gente que ha aprendido que lo mejor para ellos es pasar inadvertidos. Esa risa silenciosa, con la boca abierta y como queríendo tragarse las carcajadas. Y me molesta no recordar sus dientes, porque al fin de cuentas los mostraba cada vez que se reía, que era todos los días.
Vivía en la calle y era más pobre que una rata, pero se estaba saliendo con la suya. Y, eso cuenta de mucho.
Y a veces, cuando discuto con la gente sobre las ventajas y desgracias de vivir en Guatemala -últimamente se ha vuelto un tema recurrente- me recuerdo de El Licenciado. El hombre, maldita sea no recuerdo su nombre, tomó una decisión y vivió de acuerdo a ella.
Cambió unas cosas por otras y vivió consecuentemente con su elección. Cambió una cama caliente por la libertad de jugar al naipe a la hora que quisiera. Cambió la ropa limpia por la tranquilidad de no vivir con sus tías.
Y los chapines, los que se van y los que se quedan hacen, hacemos, más o menos lo mismo que El Licenciado. Eligen lo que mejor les parece y tratan de vivir de acuerdo a sus elecciones.
Hay días, cuando aprieta la nostalgia, que me siento un poco como El Licenciado.
Otros, como hoy, que recibí un tweet con un angustioso llamado de ayuda para una señora que la secuestraron en el periférico, pienso que El Licenciado son los que se quedan en Guatemala pudiendo irse, los que prefieren no tirar los dados. ¿O era alrevés?
El Licenciado nunca pudo aprender a jugar a los dados. Era muy lento para eso. Jugaba al naipe, y mal. Fue una noche, por estas fechas, que entró a jugar naipe con los policías que cuidaban una oficina de tarjetas de crédito en el edificio.
La posibilidad de pasar una noche bajo techo, tomando café calentado en una de esas hornillas que hacen los policías privados con un ladrillo y una resistencia de alambre mientras echaba unas partidas conquián deben haberle seducido tanto que no vio el riesgo.
Lo que me contaron los investigadores al día siguiente fue poco. El guardia privado huyó y nunca se supo más de él, el otro guardia dijo haber estado dormido, el naipe quedó desparramado sobre un escritorio que una secretaria gorda tenía tapizado de calcomanías de ositos felices y tarjetitas con cursilerías y románticas banalidades, muchas de ellas de Ricardo.
No me lo dijeron así clarito pero las piezas apuntaban a que el guardia de seguridad lo violó en el baño de las oficinas de las tarjetas de crédito y en algún momento, antes, durante o después lo mató de un escopetazo a quemarropa.
“Puede creer? Se tomó el tiempo de lavarse las manos y dejar la escopeta apoyada contra el escritorio. Puta usté, hubiera visto, del vergazo le dejó regados los dientes por todo el baño”, me dijo el investigador de la policía nacional.
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