El concepto de anomia regulada lo empecé a utilizar cuando intenté adecuar el concepto de «Estado anómico» de Peter Waldman, allá por el año 2003, cuando finalizaba mis estudios doctorales. Originalmente, se me ocurrió cuando empecé a ver las complejas discusiones legales que desde entonces empecé a notar en Guatemala, donde siempre parecen existir muchas interpretaciones para un mismo conjunto de hechos, por lo que entendí que el diablo estaba en los detalles: marcos regulatorios que, de forma deliberada, utilizan un tipo de lenguaje confuso, con vacíos reglamentarios o con contradicciones entre diversos cuerpos legales que favorecen que el aspecto más relevante a la hora de emitir fallos judiciales no sea el apego al marco legal, sino la antojadiza interpretación de la letra escrita que favorezca retorcer legalmente la misma lógica legal. En este escenario, no se aplica la ley para regular conductas o respetar un orden social, sino para justificar decisiones políticas previamente tomadas; de esa forma, no es la jurisprudencia lo que prevalece, sino la interpretación interesada del marco legal que frecuentemente atenta contra el espíritu de la ley. Quien tiene la potestad de interpretar termina adecuándose a los intereses y objetivos de quien sea el jefe de turno.
La crisis institucional y política que vive Guatemala es un magnífico ejemplo de anomia regulada, encarnada plenamente en la acción que desde hace meses realiza el Ministerio Público de Consuelo Porras. Pese a que ha mantenido un discurso de que es una entidad técnica y no política, ya en realidad nadie cree en ese discurso, debido a que ha mantenido una línea de acción parcial, interesada y poco profesional, tal como está demostrando en la terca necedad con la que intenta criminalizar al partido Semilla y al presidente electo, Bernardo Arévalo.
Podríamos citar a muchos juristas que han expresado en reiteradas oportunidades que el Juez Fredy Orellana y el Fiscal del MP Rafael Curruchiche no están actuando con apego al marco legal y enfatizar que su accionar se basa justamente en una falla derivada del diseño institucional con el que nació a luz el Tribunal Supremo Electoral: debido a que el TSE es juez y parte del proceso electoral –porque organiza y califica las elecciones–, en su diseño se favoreció que otros juzgados puedan interferir en su acción, en primer lugar, por la vía de la ley amparo, pero ahora hemos descubierto que la misma Ley Electoral y de Partidos Políticos permite la interferencia por la vía penal, que es la que ahora se está utilizando para amenazar todo el proceso electoral.
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Un análisis jurídico estricto por supuesto que derribaría esta endeble excusa legal para amenazar sin sentido el proceso de transición de mando, debido a que el conflicto, aunque se reviste como fundamentado en el campo legal, en realidad está operacionalizado desde el campo de lo político; justo por eso, ninguna autoridad superior ha detenido esta aberración, debido a que fue diseñada políticamente como una estrategia de guerra psicológica para causar miedo e incertidumbre que obligue al nuevo gobierno a concederles beneficios e inmunidades.
Lamentablemente, este solo es uno de los muchos ejemplos que se podrían buscar en Guatemala para demostrar que, aunque somos un país con mucha legislación vigente, en la práctica, buena parte de esa legislación jamás se ha aplicado, empezando por la misma Constitución Política de la República. Justo por ello, el año pasado surgió la iniciativa del diputado Juan Francisco Mérida que intentó aprobar una comisión de deslegislación que permita revisar y derogar muchas leyes vigentes que ya no tienen ningún sentido, tal como la Ley contra la Vagancia, promulgada el 8 de mayo de 1934, que establece una condena de 30 días de prisión por asistir a billares, bares y prostíbulos entre las 8 de la mañana y 6 de la tarde. Obviamente, tal ley ya hace rato no se aplica, aunque con la anomia vigente, incluso podría ser usada como excusa para perseguir enemigos políticos.
La anomia regulada tiene una consecuencia perversa en el sistema político, ya que permite que cualquier ciudadano que se siente en la silla presidencial se sienta una emulación del Rey Luis XIV, quién pasó a la historia por su famosa frase «El Estado soy yo», y caiga en la tentación de seguir los pasos de la historia que Miguel Ángel Asturias narró en su famosa obra «El Señor Presidente»: un doloroso recordatorio de que, aunque nuestro himno anhele que no haya «tiranos que escupan tu faz», en la práctica tenemos una larga lista de aprendices de dictador que han aprovechado su cargo como presidentes para convertirse en «un hijo de puta más».
Con el discurso de cambio que ha lanzado, el nuevo presidente Bernardo Arévalo tiene una ardua tarea por no caer en la tentación de volverse la nueva versión del Luis XIV chapín.
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