Durante mucho tiempo, he sido una persona firmemente creyente de que «un mundo mejor» es posible. Por eso, me dediqué a las ciencias sociales: para entender los problemas globales y aportar un granito de arena en la solución de los desafíos que he percibido a mi alrededor. Esa convicción de cambio ya me había llevado muchos años antes de inscribirme en las aulas donde se enseñaba sociología, a buscar el camino de la religión. Durante un tiempo fui un apasionado militante de la Iglesia católica, hasta que cometí el error de enamorarme de alguien que no era de mi propia religión. Entonces, los años de militancia religiosa se fueron enfriando, aunque la vocación quedó ahí, intacta, inmutable, ahora transformada en impulso analítico para comprender el mundo y sus desafíos.
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Con el paso del tiempo, luego de dos sonados fracasos amorosos, probé otros caminos alternos a esta idea de buscar una transformación de la realidad de Guatemala, que es donde más he intentado aterrizar mis ideas y mi trabajo analítico. En orden no correlativo, probé en el mundo institucional del gobierno, cuando tuve la oportunidad de dirigir una institución técnica. Ahí entendí los límites de la acción pública, especialmente en un contexto tan destruido sistemáticamente como el de Guatemala. Con esas ideas, fortalecí el marco teórico que más dolores de cabeza me ha dado, enfoque teórico que muchos conocen, pero nadie se atreve a nombrar. En ese sentido, la idea de anomia en lo político me posicionó, pero a la vez, me aisló de la posibilidad de tener, alguna vez, otro puesto de decisión. Muchos años después de ese período de mi vida, aprendí que no hay buenos y malos en el mundo real, solamente hay intereses que luchan por imponerse. Por eso, la idea de anomia no agrada a nadie, pues revela esta relatividad del bien y del mal.
Comprobé esa relatividad cuando me afilié por primera vez en mi vida a un partido político. Constanté que, entre el discurso y la práctica de la política, hay un abismo de diferencia, tal como ya había advertido Maquiavelo muchos siglos antes. Lo coherente era desafiliarme, claro está. Además, confirmé que había tope tanto desde la función pública, como desde la organización partidaria.
Pasados varios años, volví a mi vocación inicial, la religiosa. Durante los últimos tiempos, pensé en afiliarme formalmente a un instituto secular, una figura en la Iglesia Católica que permite seguir desempeñando mi labor en el mundo, pero con un compromiso explícito basado en los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. En el camino encontré tantos problemas prácticos como en el mundo de lo público y de lo político: hipocresía, vanidad, insensibilidad a la realidad. Todo escondido en una falsa bondad que ya Arjona había sintetizado con la idea de «doña Carlota», quien le ponchó cien pelotas. Descubrí con horror que el mundo de lo religioso tampoco tenía una vía libre al paraíso prometido.
En ese despertar de conciencia, recordé la filosofía de Nietzsche y su idea sobre cómo hay una maldad intrínseca en la bondad, basada en lo que él llama la inversión moral: la sustitución de la moral de los amos por la de los siervos. Pero, en particular, su apelación al superhombre: la necesidad de ir más allá del bien y del mal, enfatizando cómo, muchas veces, la bondad de las palabras oculta la maldad de las intenciones e intereses que habitan en lo profundo de nuestros miedos, deseos insatisfechos y caprichos. Por eso quiero terminar estas breves líneas de aparente desesperanza con esta frase extraída del trabajo de un gran poeta: «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar».
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