Guatemala es una sociedad que nació de una fractura inicial: el proceso de independencia, tal como lo narra nuestro himno nacional, plantea que los padres fundadores de la incipiente república alcanzaron la independencia mediante un proceso que se desarrolló sin guerras ni «choques sangrientos». Esto contrasta con lo ocurrido, por ejemplo, en México, que vivió un siglo de inestabilidad y conflictos que contribuyeron a forjar la férrea identidad nacional que caracteriza al pueblo mexicano. Durante el siglo XIX, México enfrentó primero la lucha por su independencia, que duró once años, para luego enfrascarse en al menos cinco conflictos adicionales, tales como la Guerra de Texas, la Guerra México-Estados Unidos, la Guerra de Reforma y la Segunda Intervención Francesa.
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Aunque no hay un consenso pleno sobre el tema, se piensa que estas sucesivas guerras impulsaron un sentimiento de unidad y pertenencia a la nación mexicana, al punto que varios pasajes de esos conflictos se rememoran como momentos clave de su identidad nacional. Tal es el caso del asedio del fuerte Álamo en 1836, la defensa del Castillo de Chapultepec por los Niños Héroes en 1847 y la batalla de Querétaro en 1867, entre otros hechos históricos que han forjado ese fuerte sentido de pertenencia que se manifiesta con particular intensidad durante la celebración más importante del año: el Grito de Dolores, que simboliza el inicio de la independencia de España.
Por el contrario, la independencia guatemalteca no se dio por un espíritu patriótico, como afirma nuestro himno nacional, sino por el interés de los hijos de españoles nacidos en Guatemala, quienes anhelaban mayor autonomía en la toma de decisiones. Estos criollos, cansados de la discriminación por parte de los peninsulares, buscaban un mayor control sobre sus recursos. Justo por ese origen elitista del proceso de independencia, durante muchos años posteriores a 1821, diversos pueblos y comunidades indígenas continuaron luchando por su autonomía, al punto que aún hoy se plantea que son 500 años de resistencia frente al modelo colonialista y discriminador que se consolidó en Guatemala.
Las clases dominantes guatemaltecas se nutrieron de ese espíritu elitista que caracterizó nuestra independencia, lo que ha provocado un permanente desprecio por lo autóctono. Como ejemplo, aún hoy la sociedad sigue sin reconocer plenamente la riqueza cultural y artística del país, por lo que las artes en general continúan relegadas en el imaginario colectivo. Por esta razón, la sección «cultural» de los medios informativos suele estar colmada de referencias a artistas y eventos internacionales, aunque haya mucho por documentar sobre los creadores nacionales en disciplinas como el teatro, la danza artística, el ballet clásico, la pintura, la música y la poesía, entre otros campos que siguen padeciendo del desconocimiento, la falta de reconocimiento y el abandono.
Esa ausencia de una identidad nacional consolidada continúa condenándonos a un esnobismo que caracteriza a nuestras élites, quienes siguen abriendo las puertas de par en par a muchos extranjeros para que vengan a ofrecernos supuestas «cátedras» sobre aspectos que, tal vez, conocemos mejor. El malinchismo guatemalteco, fruto del elitismo con que nacimos a la vida independiente, sigue causando estragos en nuestro país, dos siglos después de nuestra supuesta independencia nacional.
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