Una fotografía de Sandra Sebastián del momento en que José Efraín Ríos Montt se presenta ante el tribunal retrata el momento histórico: de cara a los jueces el político más influyente de los últimos treinta años explica sus políticas y defiende su inocencia ante las acusaciones de genocidio.
Alega varios puntos a su favor. Señalo dos, que considero oportunos retomar. Sobre sí mismo dijo: "Nunca he tenido intención o el propósito de destruir a ninguna raza o etnia nacional, mi situación de jefe de Estado fue específicamente para retomar el rumbo de la nación"; y "No quise hacer un Estado facista ni nada por el estilo; quise un país con identidad".
¿Qué identidad y qué rumbo son a los que se refiere? Para ello habría que contextualizar la manera en que llegó al poder: a través de un golpe de Estado, el cual terminó con su ascensión como jefe de la junta militar y luego presidente. Gerson Ortiz, en el Periódico, informa sobre la memoria que hace Ríos Montt acerca de la situación del país al momento de su llegada: “Según el militar, cuando tomó el poder, la fuerza armada estaba “cansada y enojada”, porque los jóvenes oficiales habían desplazado a las jerarquías superiores del Ejército, por lo que no existía unidad en esa institución. “No podíamos respetar la Constitución porque todo era una podredumbre, todo se había caído solo”, explicó Ríos Montt al Tribunal y justificó que esa situación lo llevó a redactar, junto a su Gabinete, el Estatuto Central de Gobierno, que reemplazó a la Carta Magna.”
La Constitución es un listado de principios y valores en los que se funda el sistema jurídico y político del país. En una nación democrática (aún con limitantes), la misma es redactada de manera representativa por una Asamblea Constituyente, como sucedió con la actual Carta Magna en 1985. Sin embargo, Ríos Montt y su gabinete redactaron estos principios. Impusieron su voluntad. El orden y la identidad a la que se refiere Ríos Montt es la que él eligió. Por lo tanto se trata de un orden artificial, forzado.
¿Cómo conseguir imponer ese orden? Dado que no estaba dispuesto a asumir una apertura democrática, Ríos Montt como todos sus antecesores contra revolucionarios, decidió imponer el orden mediante las armas. Es decir, su voluntad, a cualquier coste. Mediante ese espíritu uniformador, esa búsqueda de orden, habría que tener claro que lo quería era fabricar al guatemalteco a su imagen y semejanza.
Utilizó el miedo para legitimizarse, invocando propaganda que desacreditara al distinto; una costumbre muy de los gobiernos nacionalsocialistas. En palabras de Hanna Arendt, para salir del caos promulgado, estas políticas alientan “percepciones político elitistas basadas en un culto del héroe y la fuerza que culminan en una versión del darwinismo social.” Sacar al país adelante, significaba eliminar a los ciudadanos que según su juicio promovían el retraso. Con ello, hizo evidente un sentimiento común: el desarrollo es la aceptación de los valores religiosos, la acumulación del capital y el uso del idioma español. Y los indígenas son el subdesarrollo si no aceptan normalizarse. Así lo explica Marta Elena Casaús Arzú: “A mi juicio, esta estigmatización de los grupos étnicos, como subversivos y comunistas y que convierte a todos los indígenas de ese grupo en una amenaza pública, es una de las razones principales por las cuales se llevó a cabo la aniquilación de un grupo étnico como tal. Esta construcción histórica del prejuicio del indio, primero, como haragán, maleante, ladrón, después, en el siglo XIX, como raza inferior, degenerado e irredimible y cuando estalla el conflicto armado, se le añaden los tópicos de comunista, subversivo y guerrillero, es cuando “todos los indios” se convierten en una amenaza pública, la cual hay que exterminar.”
Para ello, Ríos Montt abrazó con fervor la religión, haciéndola parte de su discurso. No sorprende. La política tradicional lo ha hecho a lo largo de la historia y lo continúa haciendo. Ejemplos vivos de ello, son la inauguración reciente de una iglesia, donde asistieron Sandra Torres y Manuel Baldizón, candidatos presidenciales, así como el presidente en funciones quien además dio un discurso inaugural donde refirió que Guatemala no tendría tanto mal si rezara más.
A tal punto asimila la política a la religión, que nuestra Constitución inicia invocando el nombre de Dios. Esto significa, que el poder se instala en la genealogía moral religiosa para apropiarse del bien a pesar de declararse como estado laico. Con ello, la religión es usada para administrar ya no cosas del alma, sino terrenales. Su moral se utiliza para cobrar impuestos, legislar, nombrar ministros y perseguir al crimen.
Poniendo a Dios de su lado quien esté en contra está con el Diablo. Un hecho visible en la entrevista reciente a Carolina Castellanos, directora ejecutiva de AmCham, para Radio Punto, quien dijo que “hablar con Obama y luego negociar con Petrocaribe era hablar con Dios y negociar con el Diablo”. Otro ejemplo, son las palabras de Hugo Chávez: “aquí huele a azufre”, luego de la intervención de Bush en la Asamblea de las Naciones Unidas.
Es una moneda común esta simplificación del universo político. Conviene porque reduce a dos categorías a la población, legitimando la fuerza para imponer la voluntad del bueno sobre el malo. Ello nos lleva de nuevo al discurso de Ríos Montt y el siglo XX en voz de Hanna Arendt: se trata de hacer un culto a la fuerza y al héroe.
De tal manera que la tarea electoral se basa en encontrar un héroe capaz de contener las virtudes modernas: fuerza impositiva, creación de capital —el capital ilegítimo de una minoría en detrimento de la mayoría—; así como el sostenimiento del orden social conservador; es decir, lo que se busca es un macho finquero que nos lleve a la bonanza, en el nombre de Dios, legitimado por sus virtudes y su ímpetu. Citaré como ejemplos a Vinicio Cerezo, Álvaro Arzú, Alfonso Portillo y Otto Pérez Molina.
Esto podría explicar por qué la opinión pública se escandaliza más por actos de corrupción que por el uso desmedido de la fuerza: espera que la aplique sin medida, pero que no le robe, porque entonces pierde virtud. Un ejemplo de esto, podría ser el destino de dos ex presidentes: Alfonso Portillo y Oscar Berger. Mientras el primero ha sido procesado por actos de corrupción y condenado por la opinión pública; el segundo, goza de cierto beneficio de simpatías, a pesar de que casi todo su gabinete de seguridad esté acusado de asesinatos extrajudiciales.
Fundando una sociedad que basa su poder en la elección de un hombre virtuoso (porque será hombre o no será), se puede percibir la vocación dictatorial que permanece en la población. ¿Qué lo motiva? La mayoría lo encuentra como una válvula de escape para el miedo que pasa a diario, el de que lo secuestren, maten, asalten, violen. Mientras las condiciones del gobierno sean disfuncionales, los servicios básicos inexistentes y la violencia impere, el instinto será buscar al héroe.
Ello podría explicar los escasos logros que el poder ha tenido contrarrestando la más reciente ola criminal. No le interesa combatirlo, sino maquillar un combate para mantener cierta estabilidad y dejar que el miedo siga rondando. Total, en esa oscuridad en la que estamos, la luz de sus virtudes, las del político bueno, que abraza a niños, le pega a los malos y reza por Guatemala, podría dar una luz. Sin embargo, esa luz es solo la de la pólvora estallándonos en la cara.
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