Supongo que debe ser lo más parecido al “ojito divino” que me atormenta desde que en mi tierna infancia leí en un catecismo que el ojo de Dios todo lo ve y todo lo conoce. Desde entonces no tengo paz, sabiendo que el todopoderoso está al tanto de todos mis movimientos, mis pecados, mis mezquindades y mis oscuras pulsiones.
De cómo saben toda esa información, creo que debe ser tecnología de GPS, aunque no estoy seguro.
Una amiga, una fuente que trabaja alimentando a los pobres en medio de la desolación del centro-oeste de Texas, me dice que solo el zepelín de la DEA es capaz de eso.
Me dice que la gente (no quiere decir quién es la gente, pero insinúa que pueden ser agentes del gobierno) le han confiado que ese zepelín es capaz de rastrear vehículos, escuchar conversaciones telefónicas, “ver” columnas de inmigrantes y narcotraficantes penetrando la frontera, además de sintonizar 540 canales premium de televisión vía satélite.
Es un globo blanco, con forma de zepelín, cargado con lo que deben ser millones de dólares en equipo electrónico, que solo puede volar cuando no llueve y el viento lo permite y cuya principal gracia consiste en que al estar colgado a miles de pies de la tierra, sirve de punto de referencia para los inmigrantes que buscan entrar al país.
Pero no es el zepelín de la DEA. Es otra cosa harto más sencilla. Desde que instalé (instalar es un verbo tan pretensioso para el acto de enchufar un aparatito) el rastreador en la computadora de mi carro, la compañía de seguros Progressive está al tanto de todos mis movimientos.
Me prometieron un descuento de hasta el 30% en mi próxima póliza si manejo bien, pero lo más seguro es que no me van a dar una mierda. Sobre todo cuando vean mi récord de conducción.
Y desde que comencé a ver en internet la gráfica de mis desplazamientos, estoy tratando de ser mejor conductor. Sí, quienes me conocen deben estar ahora mismo con un gigantesco signo de interrogación sobre sus cabezas. El canche colocho, que seguro desarrolló un tic nervioso luego de nuestro roadtrip del 15 de septiembre o mis sobrinos o mis hijos o mis exes, al fin, todos quienes alguna vez han sufrido el terror de subirse a un carro conmigo deben estar preguntándose cómo está eso.
El canche colocho, en uno de esos arrebatos de honestidad que suelen tener los alemanes, me dijo que en su país ya me hubieran puesto 50 multas o más. No era un insulto, no era un argumento presuntuoso. Era que venía contando las infracciones desde que habíamos salido de las Fuentes Georginas media hora antes. ¿En El Paso manejás así?, me preguntó y no supe qué responder.
Traté, balbuceé unas explicaciones que no me creía ni yo y mejor me quedé callado. Para sorpresa del alemán, su novia y mis hijos, todos acostumbrados a que no suelo quedarme sin decir la última palabra.
Y desde entonces me quedó la duda, ¿será que manejo así en El Paso?
Ahora que recibí el dichoso aparatito, me doy cuenta que no. Que no manejo como una mala bestia cuando estoy en esta ciudad. Y, revisando mis desplazamientos, me doy cuenta que cuando voy a Juárez, comienza de nuevo el ciclo de acelerones y frenazos que tanto penaliza la compañía aseguradora.
El miércoles y el domingo, los días que fui para allá, tengo 30 o más frenazos por día. Y supongo que debe ser el temor, el estrés de manejar en esa ciudad. Aunque, la verdad sea dicha, Juárez me da cada vez menos miedo conforme voy adentrándome por sus calles, callejuelas y ejes viales.
Y mientras el temor allá es que alguien saque una pistola y te quite el carro, acá el temor es otro. Desde que me pusieron una multa que me hizo un gigantesco boquete en la billetera, voy todo el tiempo temeroso que pueda aparecerséme en mala hora un agente de la policía, la patrulla de caminos, el sheriff, los marshals o la patrulla fronteriza, que no da multas pero igual mete miedo.
En Juárez, además del temor a los sicarios, está siempre presente el miedo a que lo albureen a uno, que no mata pero como duele.
Solo el domingo, en el parque Chamizal, a un tiro de piedra del muro fronterizo, me sentí vejado por cinco distintas personas a quienes entrevisté.
Poco a poco el clima va dejando de sentirse como si estuviéramos en la superficie del Sol y las familias salen al parque a pasar la tarde. Normalmente cuando hago una entrevista así, hablo con el padre de familia y, normalmente, hacia el final de la entrevista me siento albureado.
Quizá porque me aproximo con esa chapinísima actitud de llegarle a la gente como pidiendo perdón por estar vivo, con la cabeza un poquito agachada, los hombros levandaditos, los codos pegados a las costillas y las manos extendidas como pidiendo una limosna.
O puede ser que los mexicanos en general disfrutan de alburear. De las seis personas que entrevisté, cinco seguro me dieron nombres falsos. Si no, no se explica como en un lapso de quince minutos hablé con Honorio Corona Rico, Santa Rosas, Rosa Flores y Aaron Mascorro y su hermana Silva Mascorro. Estos últimos seguro me albureaban, porque cuando, para asegurarme que ese era el nombre, pregunté ¿Mascorro? uno de sus hijos dice así a media voz: más me canso. Y eso bastó para que todos nos comenzáramos a reír.
Algunos son más honestos y no quieren dar su nombre o prefieren no dar entrevistas, sobre todo si el tema es la guerra que se traen los narcos en esta ciudad. Yo prefiero que me albureen, es como bailar, como jugar al matatero-tero-lá.
Termino la entrevista y le pregunto su nombre. El hombre contesta:
-Ponga Honorio Corona Rico.
Yo me sonrío.
-¿De qué se ríe?
-Con todo respeto don Honorio, parece que me está albureando.
Se hace el enojado y me dice:
-A ver a ver, ¿cómo está eso?
-Sí. Honorio ¿Corona Rico?
-Es mi nombre, ¿algún problema?
Me habla mientras su mujer oculta la cara entre las manos para esconder una sonrisa que está a punto de convertirse en carcajada.
Yo también estoy a punto de reír. Y le digo, señora, ¿de veras su marido Corona Rico?
La mujer ya no aguanta, se comienza a reír y prefiero retirarme antes de que quede claro si me estaban albureando o si en realidad lo albureé yo a él.
En El Paso es todo más formal, más seco. No hay posibilidad de salir a entrevistar a alguien y encontrarse con Elmacanón Moreno, a Armando Pulido de Cabeza o, ya de perdida a Aquiles A. Prieto Durero. Acá son más respetuosos, para los nombres y para manejar.
Yo mientras, me deleito con los albures de Juárez y trato de aprender cómo manejar en El Paso.
El aparatito me explica qué tal manejé, qué tan rápido iba, cuantos frenazos di y si la hora que manejé es considerada de alto riesgo por la aseguradora. Yo me encargo de manejar como viejito sedado.
Me gustaría tener algún tipo de dispositivo para determinar si se están burlando de mí en Juárez, una ciudad donde alburea desde el barrendero hasta el jefe de policía. Un alburómetro que me permita entrar en sintonía y saber si Corona Rico es solo un nombre o una soecidad ingeniosamente disfrazada.
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