En 2017, algunos grupos de estudiantes del Campus Central de la Universidad de San Carlos, de forma voluntaria se organizaron para recibir la visita de las niñas, niños y jóvenes lectores de Purulhá, Chimaltenango y Huehuetenango en las diferentes unidades académicas de dicha casa de estudios. Allí les mostraron las actividades relativas a la carrera de su interés y les mostraron las prácticas, las aulas, laboratorios, salas de estudio etc.
Este viaje marcó para siempre los propósitos de vida de los jóvenes lectores. Desde entonces les hemos escuchado poner los estudios superiores como parte de su plan de vida. La visita a la universidad fue como quitarles una venda que les impedía aspirar a llegar más lejos. Nosotros sabíamos que habíamos motivado una búsqueda incansable para alcanzar mejores niveles de vida y crecimiento laboral y económico.
Para un joven en Guatemala, acceder a la universidad es un sueño casi inalcanzable.
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Solamente el 2.6 % de los guatemaltecos tiene acceso a una carrera universitaria, la dificultad se duplica si su origen es indígena.
Las principales barreras que les impiden pensar en que algún día pudieran acceder a una carrera universitaria son tantas que no se pueden librar solo con «echarle ganas». La desnutrición crónica, el trabajo infantil, la migración, falta de trabajo para los padres, la pésima remuneración de parte del patrono, la falta de acceso a escuelas, la precariedad del sistema educativo, la falta de escuelas y docentes, el fracaso escolar, la carga de responsabilidades del hogar por ausencia del padre han afectado por generaciones a los jóvenes, especialmente a los de origen indígena, de manera multidimensional.
No poder continuar sus estudios y muchas veces ni siquiera poder terminar la primaria, implica que deben pasar a formar parte de la mal llamada mano de obra barata o descalificada. En una familia rural, la mayoría de padres y madres no pudieron ir a la escuela. A los hijos varones los mandan para que aprendan a leer y manejen el mínimo de operaciones matemáticas. A las niñas no, «porque igual, se embarazan y desperdician la inversión».
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Lograr cambiar esta situación implica realizar movimientos y acciones estratégicas que modifiquen, no solo las condiciones en que los estudiantes puedan acceder a estudios, sino también el imaginario social. Que ellos sepan que existen carreras de estudio superior, que estén preparados académicamente, que se interesen por conocer las distintas carreras, que tengan la venia patriarcal para poder dejar de aportar su fuerza laboral al bienestar familiar. También requiere cambios en la alimentación, nutrición y muchas mejoras en la educación, especialmente en razonamiento crítico.
Puedo asegurar, desde la experiencia personal, que este proceso requiere de inversión económica constante, dedicación, permanencia, capacidad para negociar, acompañamiento, investigación, pertinencia cultural, flexibilidad y compromiso a largo plazo. Pero especialmente necesita trabajo integrado con la comunidad. Comenzamos en 2013, después de la visita a las distintas facultades y escuelas universitarias en 2017, sabíamos que habíamos iniciado el viaje sin retorno.
De los 96 estudiantes que asistieron al viaje en 2017, cinco años después, seis actualmente son estudiantes universitarios (el 6.25 %), a pesar de los embates de la pandemia. Es decir, más del doble del promedio nacional. Esto fue posible gracias al trabajo en la comunidad y a que nuestros pequeños lectores han recibido acompañamiento y esfuerzo de parte de jóvenes profesionales y estudiantes universitarios.
De alguna manera queda demostrado que se pueden implementar programas integrales, pero para que el desarrollo humano sea una posibilidad real y alcanzable para todos, tenemos que exigir al Estado asumir la responsabilidad social de reducción de la brecha de desigualdad. Debemos velar por que la cartera de educación y las políticas públicas se encaminen hacia una mejora tangible en las condiciones educativas para la población que vive en condiciones de pobreza extrema.
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