Compartí esa escena en una fotografía. Mi intención era que un amigo reconociera los privilegios que él desperdiciaba. Antes de transcurridos 15 minutos de mi publicación, estaba siendo embestida con alegatos que objetaban sensacionalismo en mi publicación. Una amiga me dijo que, además de parecerle molesto, no ganaba yo nada exponiendo estas situaciones porque aseguró que «nada podemos hacer», lo cual no es cierto. En contraste con eso, muchas personas comenzaron a actuar. Antes de seis horas tenía varias propuestas de acciones concretas hechas por personas comprometidas a llevarlas a cabo, con oportunidades a corto, mediano y largo plazo, para este pequeño lustrador.
Definitivamente, la escena es cruel y más común de lo que queremos ver. Estamos afrontando la mayor desigualdad que el ser humano haya presenciado en su historia mientras vivimos en una sociedad indolente. Tal vez sea más sencillo hacer como que no pasa nada y comerse ese helado sin contratiempos ni cargos de conciencia, ignorando a los niños pedigüeños. Fruncir el ceño para evitar que un niño de la calle se nos acerque a pedirnos un centavo y nos obligue a ver el rostro de la realidad nacional. Todos nos damos a veces un gusto que podemos pagar. Claro está: podemos hacerlo frecuentemente si estudiamos, sacamos una carrera universitaria y tenemos un buen empleo. Pero no nos damos cuenta de que podemos hacerlo porque tuvimos el privilegio de recibir educación de calidad, de estudiar bien alimentados, saludables y sin tener otra actividad como principal objetivo. Hay una disparidad hiriente respecto a cuánto se gana dependiendo de la preparación que tengas. Tomar consciencia ética de la desigualdad implica acciones y compromisos.
Los avances científicos nos dan mayor esperanza de vida y la cura de algunas enfermedades. La tecnología nos permite estar a la orden del día con la información. Pero estos avances solamente llegan a una parte limitada de la población. Más de la mitad de las personas enfrentan una brecha que las aleja cada vez más de poder recibir dichos beneficios. La esperanza de vida se reduce según el sector social al que se pertenezca. Nos resta años de vida. Nos quita la esperanza. Hace daño a la sociedad, a la economía y a la vida misma. A esa distancia éticamente inadmisible se le llama desigualdad.
Existe poco acceso a la tierra para poder hacerla producir mientras los hijos mueren de hambre. Vemos que la oportunidad de educación de calidad depende de dónde se nace. Mientras en Suecia el 100 % de los niños asisten a la escuela, acá la mitad de ellos no pueden ir a ella. Una educación en la cual no se les enseña a pensar. Los servicios básicos para conservar la salud son inaccesibles por distancia o carencia de medicamentos. Para muchas personas, el verano no significa vacaciones, sino falta de agua, y el invierno no representa una pista de patinaje en hielo, sino noches heladas sin calefacción ni suéter. No tienen igual acceso a Internet, a información y a tecnología. Finalmente, las condiciones económicas le niegan el acceso a una familia que puede ofrecer afecto, amor, desarrollo, porque los padres deben ausentarse ante la falta de vivienda, de tierra, de trabajo.
Por mucho que se esfuercen, no podrían superarse por sí mismos. La desigualdad es generada. Las acciones políticas que crean modelos para aumentar o reducir esa brecha generan leyes y políticas públicas que se reflejan en la calidad de los servicios de salud y educación. Si se reduce la asignación de fondos y la cantidad de personal a los hospitales y a las escuelas, se genera más pobreza y muerte. Se puede enfrentar la desigualdad con modelos en que las reglas sean justas y juguemos todos un juego limpio. Cuando se da apoyo a mujeres y niños que viven en extrema pobreza, se reduce la desigualdad. Seguramente usted y yo podemos hacer algo que será significativo para alguien, pero la brecha hiriente y sustancial de disparidad solo puede ser reducida si elegimos bien a quienes hacen la ley y la ejecutan.
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