La narradora sabe, desde el principio, que no es cierto, que en el fondo no existe una distinción entre la vida y la muerte, al menos no como solemos pensarla, en dimensiones separadas que no se relacionan entre sí, divididas por fronteras claras. «Comencé a tragar tierra por otros que querían hablar. Otros, que ya se fueron», continúa la chica que desde pequeña descubre que cuando introduce en su boca un poco de la tierra del lugar donde ha sucedido alguna tragedia puede ponerse en contacto con sus víctimas. La tierra se convierte así en un canal de mensajería instantánea con los moribundos y los muertos. A partir de ello, y a través de la relación entre esta médium y los minerales del suelo, se conforma un sistema eficaz de telecomunicación subterránea, primordialmente femenina; una comunidad.
No es casualidad, me parece, que Reyes comience la novela con esta cita de Spinoza: «Nadie sabe lo que puede un cuerpo». Pues la novela no se trata de espíritus o almas que transitan entre dimensiones. Las historias de fantasmas como esta no tienen que ver con la trascendencia sino con la inmanencia: la carnalidad, los procesos de vida-muerte de los que ya siempre formamos parte, de la complejidad de nuestras relaciones. La atención que regresa al cuerpo a partir de preguntarse qué es lo que este puede diluye cualquier distinción entre una conciencia contenida en el cuerpo y la materialidad de este. Es con esta materialidad con la que Cometierra nos permite, también estar y pensar. «Había aprendido que de esa oscuridad nacían formas», agrega la narradora.
Como lo subraya Deleuze, para Spinoza «cuando un cuerpo se encuentra con otro cuerpo distinto, o una idea con otra idea distinta, sucede o bien que las dos relaciones se componen formando un todo más poderoso, o bien que una de ellas descompone la otra y destruye la cohesión entre sus partes». El contacto que establece la narradora protagonista con otres es generalmente difícil o desagradable pues pronto descubre que la mayoría son cuerpos de mujeres desaparecidas, algunas de las cuales conoció en algún momento. Y no sólo tiene acceso a imágenes de las muertes, traga la tierra y la siente dentro, sintiendo también dentro a las mujeres que encuentra. Así, mientras que las composiciones y descomposiciones son parte de la dinámica del cosmos, hay descomposiciones, o cortes, que son resultantes de arreglos irresponsables. El patriarcado sería uno de esos arreglos. —Yo quería también quedar embarazada alguna vez. Tener una nena. Una piba así, como ustedes –le dice una mujer a la médium. Ella le responde: –Yo ni loca. Desaparecen.
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La tierra nos llama, nos invoca, como lo ha hecho desde siempre, aunque la llegada de algunos cuerpos haya sido por siglos prematura; respuesta obligada y demasiado temprana a un llamado paciente. Pero de ese llamado podemos también aprender, escuchando, implicándonos con la tierra y todo lo que la compone. Es allí donde nuestros cuerpos se expanden y transforman hasta devenir multitudes, libres de etiquetas y de identidades, de los nombres que nos nombran y nos hacen blanco identificable, imperceptibles, más nunca ausentes ni sin capacidad de generar efectos y afectos. Comer tierra –y las abuelas nos lo advertían: «a quien come tierra se le llena la panza de lombrices»— es también entrar en contacto con una diversidad de seres que saben navegar el mundo en sus formas más inhóspitas y que a la vez han cultivado por millones de años las artes de resucitar a los muertos. Las amplias redes subterráneas de micelio, cableado complejo de señales químicas y eléctricas, resguardan la memoria de los pueblos y los bosques en un inmenso enredo que no sabe de fronteras. Así, Cometierra puede llevarnos también, y sorpresivamente, ya no solo a reconocer que a las mujeres nos siguen matando, sino que también podemos cultivar siempre nuevas estrategias, críticas y creativas, para encontrarnos, potencias para mantenernos vivas y para morir bien.
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