Si son como yo, aún no terminan de comenzar el 2020, solo para darse cuenta de que hay que escribir 2021 en los cheques que ya no hacemos. Lleno de lunes este mes, además, pasamos los seis días de la semana con la sensación de tener que lograrlo todo y llegamos al domingo por la tarde, el momento más agotador, sabiendo que se nos vienen otros seis días iguales.
No todo parece tan malo. Al menos no estamos encerrados como en Europa. O tal vez esto sea peor, pues ya se nos limó por compl...
Si son como yo, aún no terminan de comenzar el 2020, solo para darse cuenta de que hay que escribir 2021 en los cheques que ya no hacemos. Lleno de lunes este mes, además, pasamos los seis días de la semana con la sensación de tener que lograrlo todo y llegamos al domingo por la tarde, el momento más agotador, sabiendo que se nos vienen otros seis días iguales.
No todo parece tan malo. Al menos no estamos encerrados como en Europa. O tal vez esto sea peor, pues ya se nos limó por completo la sensación de peligro que tuvimos en marzo del año pasado. Estos meses estirados en aburrimiento no son conductivos para conservar una vigilancia y terminamos olvidando que, efectivamente, seguimos bajo la amenaza de una pandemia que afecta al mundo entero. Dejando de lado las consecuencias físicas de la enfermedad, el lastre emocional que acarreamos cansa. Los niños siguen en casa, los negocios siguen tratando de salir de un hoyo que no parece tener fin y seguimos sin poder hacer una vida normal.
Sinceramente, yo estoy cansada. Necesito sacar a los engendros para que sean gente normal, se junten con sus amigos en los recreos, puedan reírse y molestarse con otros seres humanos de su edad (no digo de su tamaño porque el niño ya está varios centímetros más alto que yo). ¿Qué tipo de rebeldía de los veinte tendrá esta generación de niños encerrados? La convivencia cercana no ha sido trágica en esta casa, pero sí ya tenemos un poco estiradas las cuerdas de la tolerancia.
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Enero es un mes de muchas expectativas en años normales. Se hacen propósitos, se comienzan años escolares, se regresa a ver a compañeros de trabajo luego de un pequeño respiro. Hay toda una mística de nuevos comienzos que ayudan a pasar lo pesado del arranque. Y eso es lo que me hace falta este año: sentir que realmente está comenzando una cosa nueva. El hecho de continuar en la incertidumbre, leer que el camino sigue siendo largo para superar la enfermedad pese a la vacuna, el desconocimiento de la realidad porque está tergiversada… Todo se suma para mezclar un año con el otro.
Hablamos del año perdido, de no haber cumplido años en el 2020, de ser tantos días en los que se nos quedó suspendida la existencia, cuando lo cierto es que fue todo menos eso: tuvimos que haber vivido más intensamente por la misma amenaza que representa tener tan cerca la conciencia de ser mortales. Debimos fijarnos más en las costumbres de nuestra rutina diaria, apreciar más a nuestra gente cercana, cuidarnos más. Pero somos seres que estamos mejor dispuestos neurológicamente a reaccionar a emergencias que a condiciones crónicas y se nos olvida que la vida es de ahora, no de lo que no está pasando.
Entre todos estos lunes que se han ido sucediendo en enero, he podido soltar un poco la necesidad de lamentarme por lo que no pasó en el 2020. Tengo la ilusión de seguir haciendo vida pequeña con los míos, de gozar un momento extendido de su infancia, de saberlos bien en casa. Tal vez el cansancio de la amenaza constante se me transforme en una nueva manera de afrontar niveles distintos de emergencias. Debo hacer un completo cambio en mi forma de educar porque ya no es solo en los momentos de crisis en los que intervengo, sino en todos, hasta en los menos importantes. A lo mejor esta espera me lima no solo el miedo, sino también el mal carácter. Y todo eso no estaría mal.
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