Con orígenes remotos, pues desde siempre la sociedad se ha preguntado qué está pasando, el ejercicio periodístico se ha encargado de responder dicha inquietud. Durante siglos informar fue un acto controlado plenamente desde los espacios de poder, y para el efecto los recursos eran variados, entre ellos a viva voz con enviados de comunidad en comunidad.
Los antecedentes más directos se encuentran con el perfeccionamiento de la imprenta en Europa, a finales de los 1400, lo que dio margen a un período en el que la prensa se rigió por las ideas políticas y religiosas, de manera que la opinión dominaba los contenidos. En otras palabras, detrás del periodismo había grupos interesados en moldear las actitudes sociales.
Para los 1800, el periodismo entró en un nuevo momento, el que se extendió hasta la culminación de la Segunda Guerra Mundial. En ese lapso se estableció una frontera entre la opinión y un naciente proceso de información, aunque matizado por la influencia de la propaganda, ya que el contexto de esos años fue la sucesión de eventos bélicos de alto impacto.
A mediados del siglo pasado, la prensa creció por la consolidación de la radio, que traía años de mejoras, y de la televisión, que irrumpió al reunir letras, voces e imágenes, elementos que alimentaron la referencia de credibilidad. Este salto implicó que a la opinión y a la información se sumaran interpretación o análisis, lo cual se fortaleció con la intervención de la academia. Llevar el periodismo a las aulas universitarias trajo la implantación teórico-práctica y los aportes de las herramientas de producción (escritas, radiofónicas y televisivas) y de la separación (información, opinión y entretención).
Según los teóricos, información es transmitir hechos sustentados en fuentes sin que el o la periodista se involucre en ellos más allá de trasladar cada situación tal cual la ve. Llaman opinión al juicio de valor de quien formula ideas en favor o en contra de determinada causa. Apuntan que información y opinión pueden ir juntas o no cuando el formato periodístico da cabida a la entretención, cuya característica es un tono desenfadado, coloquial o simpático, sin la seriedad obligada en los otros dos.
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En ese sentido, el periodismo siempre ha distinguido su esfera de actuación, incluidas las variantes alrededor del mundo en sintonía con el denominado amarillismo, promovido en 1895 por Joseph Pulitzer, con su personaje Yellow Kid en The New York World, y por William Randolph Hearst, con The New York Journal. Sin embargo, en el periodismo actual resalta una tendencia hacia el infoentretenimiento, recurso nacido con este siglo y que consiste en hacer un espectáculo de los temas noticiosos.
Hoy es usual que una información se presente con titulares que despiertan el morbo, estimulan la curiosidad o abren ritmo de suspenso, mientras que en pseudodebates se incluyen programados ataques emocionales para dirimir supuestas posturas encontradas. Para el primer caso, lejos quedó aquello de apoyarse en el qué, el cómo o el quién, en tanto que en el segundo, en lugar de ofrecer argumentos, se simulan peleas cual reality shows entre jueces que, invariablemente, juegan al bueno, al malo y al feo, guion que indudablemente pega porque los niveles de audiencia lo exigen.
Dada la última línea del párrafo anterior, no habría por qué discutir más: el infoentretenimiento es lo que quiere la gente, marketing puro. Al respecto, Mario Vargas Llosa manifiesta que atravesamos una coyuntura a la que califica de «civilización del espectáculo», es decir, la preferencia por lo pobre y superficial en desmedro de la calidad y la profundidad de las ideas.
No puede ignorarse que el periodismo nunca ha sido una suerte de perfección, pero pierde mucho al distanciarse de los lineamientos trazados desde las aulas y desde su filosofía para adentrarse en la distorsión que le imprimen el sello teatral y la tergiversación de moda. Frente a lo descrito, merece indicarse que la prensa apegada a la división entre información, opinión y entretención camina por la ruta correcta.
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