La historia oficial refiere que, ante el avance de las tropas estadounidenses, estos cadetes del heroico colegio militar tomaron la bandera —para evitar que cayera en manos extranjeras— y prefirieron lanzarse al vacío. Algunos preferimos decir que en medio de las carreras se tropezaron con ella, pero lo cierto es que la historia fue utilizada tanto por el porfirismo como posteriormente por el partido único para construir eso: un mito. La cuestión con los mitos nacionalistas es que requieren la noción discursiva del extranjero (eso que no cabe en el pacto original), al que siempre achacarán las desgracias habidas y por haber. En el caso de México, la construcción artificial que el priismo hizo de la identidad mexicana incluyó siempre afirmaciones dogmáticas increíblemente ridículas, pero ninguna tan ridícula como el antiamericanismo. Lo anterior no desmerece la pérdida del 50 % del territorio mexicano durante la guerra mexicano-estadounidense o la injerencia estadounidense durante el período revolucionario, pero, luego de haber pasado suficiente agua bajo el puente, los errores propios de la cleptocracia del PRI son determinantes. El pacto de corrupción entre la clase política y el narco es una creación del PRI. La práctica de aceitar el sistema vía corrupción (para que camine) es invento marca PRI. La concesión de los bienes del Estado por la libre y entre cuates es invención del PRI y mejora del panismo.
Así podríamos seguir, pero termino esta larga idea introductoria con el siguiente dato: juntando a los 22 exgobernadores del PRI actualmente acusados de corrupción, el desvío de fondos totales equivale a 259 000 millones de pesos. La cifra no dice mucho (excepto que esto es un chingo de dinero), pero el monto equivale a 29 veces el fondo federal para desastres naturales. Es decir, esta cifra de robo descarado supera con creces el monto federal estimado para reconstruir las zonas afectadas por el terremoto del pasado 19 de septiembre. El último informe de transparencia internacional pone a México como el país más corrupto de la región, lo cual no sorprende en razón de que los mecanismos anticorrupción planteados en la reforma política mexicana no fueron aceptados por la actual administración. Y la administración del presidente Peña se amarra en la bandera cada vez que puede para defender la soberanía de la república frente al bárbaro del norte (Trump).
Casos de este ridículo comportamiento abundan. Puigdemont se juega irresponsablemente la carta soberanista (sin plantear una salida racional ni calcular los costos) cuando tiene acusaciones de corrupción dinosáuricas. Nicolás Maduro, cuando necesita evitar la responsabilidad personal por su horrenda gestión gubernamental, se juega la carta de la invasión yanqui. No digamos las reacciones de los políticos guatemaltecos, ejemplo de la reciente utilización del argumento en cuestión. La bandera, el himno y los culpables son siempre los de afuera.
Un punto en el que liberales, republicanos y las izquierdas moderadas pueden encontrar discurso común es aquello de que el poder absoluto corrompe de forma absoluta, lo cual quiere decir que, por lo general, es muy probable (si no seguro) que caiga en actos de corrupción un funcionario electo que no es abierto a los medios, que es autoritario en su gestión y que no legitima ninguno de los mecanismos de fiscalización existentes. Por lo tanto, en razón de ese pacto de moderados que se desea construir (lo cual, dicho sea de paso, no hay que admitir con vergüenza, ya que la moderación es la base de la tolerancia), no cabe duda de que la agenda anticorrupción es el eje transversal.
¿Cuál es el reto de ese pacto anticorrupción? Articular un discurso republicano, pero entendiendo que lo republicano no es un artificio histórico de statu quo, sino una condición política muy concreta. Dado que la contribución política más importante no es vociferar consignas y ni siquiera votar, sino pagar impuestos, no se puede tolerar que la riqueza con la cual yo contribuyo para edificar lo de todos sea utilizada de forma personalizada por los funcionarios electos. Para las izquierdas moderadas, esto permite rescatar el sentido de la democracia de las manos que la privatizaron. Lo político regresa a las masas por la vía de los bienes públicos. En el plano de las derechas, liberales y republicanos pueden coincidir en que los vicios clientelares y la lógica del Estado neopatrimonial (el Estado cual botín al que se accede para saquearlo) son el virus que destruye la democracia.
Es tarea de los moderados, en propuestas políticas por surgir, en la academia, entre comunicadores sociales, entre el sector privado y el progresismo, desmitificar la falsedad —en este caso, del nacionalismo— y construir el pacto antimafia para rescatar el sentido de lo político y de la función pública. Lo dejo claro: apreciar, respetar o amar el país donde se nace no está mal, pero al final del día cuenta más pagar los impuestos que debo pagar y, si soy funcionario, ser transparente en la utilización de estos. Por ende, vendría bien notar que envolverse en la bandera es demagogia. De derechas y de izquierdas. La carta nacionalista es muy útil para esconder la responsabilidad individual del funcionario corrupto. Envolverse en la bandera les sirve a los extremos del espectro ideológico: lo que el facha entiende como nacionalismo, el chairo lo entiende como imperialismo. Y con tal nivel de argumentos, depurar un sistema es imposible. Por eso es que, en casos como el de Guatemala, la depuración del sistema solo pudo venir por vía de la tutela internacional.
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