Distintas expresiones de violencia recorren la sociedad como constantes históricas: autoritarismo, impunidad, racismo, machismo. Las formas actuales, aumentadas por el conflicto armado reciente, son una continuación de esa historia violenta.
La violencia constituye un problema de salud pública. La Organización Mundial de la Salud considera epidemia, en términos sanitarios, una tasa superior a 10 homicidios anuales por cada 100 000 habitantes. Ahora esa tasa ronda los 35 homicidios, con 15 muertes violentas diarias. Sin ser pesimistas ni agoreros, técnicamente puede decirse que, desde el punto de vista de la seguridad y de la convivencia cotidiana, ahora la sociedad está en una situación comparativa no sustancialmente distinta al conflicto armado.
Si no se está peor que durante la guerra, la actual explosión de violencia abre inquietantes interrogantes sobre la sociedad posconflicto que se está construyendo. En ese sentido, preocupan dos cuestiones: las causas estructurales que pusieron en marcha ese enfrentamiento interno en la década de los 60 del siglo pasado no han cambiado, a lo que se suma la pesada carga dejada por uno de los más sangrientos conflictos que se vivió en Latinoamérica durante la Guerra Fría, secuela poco abordada y que refuerza la cultura de impunidad histórica.
Actualmente, la cotidianidad nos confronta con nuevas formas de violencia. No hay enfrentamientos armados entre Ejército y movimiento insurgente, pero la situación de inseguridad que se vive a diario es comparativamente más preocupante. Aparecieron nuevas formas de violencia en estos últimos años: además de la tasa extremadamente alta de homicidios, vemos una explosión del crimen organizado manejando crecientes cuotas de poder económico y, por tanto, político. Existen nuevas modalidades, como las pandillas juveniles (las maras), el auge del narcotráfico, el feminicidio (con un promedio de dos mujeres diarias asesinadas, muchas veces luego de una violación sexual), las campañas de limpieza social, los linchamientos.
Ante esto, la percepción generalizada raya en la desesperación. La violencia cotidiana ha pasado a ser el tema dominante y ha desplazado otras preocupaciones de la población. Agiganta esta percepción el continuo bombardeo mediático, que hace de la violencia mostrada en términos sensacionalistas algo normal. Ya pasó a ser frecuente la expresión «la delincuencia nos tiene de rodillas», con lo cual se logra un efecto de desesperanza en la población, no se propone ninguna salida y se asimila violencia con delincuencia, pero sin tocar las causas estructurales del fenómeno. En la conciencia colectiva, el fenómeno de las maras, por ejemplo, tiene más importancia que la pobreza estructural crónica o que la guerra recién vivida y su reforzamiento de la impunidad como conducta que marca toda la historia del país. Sin negar los índices alarmantes de violencia delincuencial que existen, es preocupante abordar la violencia solo con relación a los delitos y dejando afuera otras expresiones tan o más nocivas, como la exclusión económico-social, el racismo, el machismo. El autoritarismo y la impunidad como constantes que recorren toda la sociedad y la historia del país no se mencionan. El fantasma, azuzado de esta forma, no hace sino reforzar un clima de militarización donde la única respuesta posible ante la epidemia de violencia es más violencia, más control, más militarización.
Como causas de esta epidemia que se sufre a diario (y que no es solo delincuencia) tenemos un entrecruzamiento de factores:
- Pobreza generalizada.
- El legado histórico de violencia y su aceptación en la dinámica cotidiana normal.
- Una cultura de violencia que se manifiesta desde el mismo Estado y desde la forma como este se relaciona con la población.
- Impunidad reinante (un sistema de justicia oficial débil o inexistente y una justicia maya consuetudinaria deslegitimada por el discurso oficial).
- Proliferación de armas de fuego.
- Marcada militarización de la cultura ciudadana, marco general de una generalizada paranoia social con respuestas reactivas: medidas de seguridad por doquier, población civil armada, desconfianza, casas amuralladas, barrotes y alambradas.
No es posible una convivencia más armónica si no cambian las estructuras sociales en que se apoya la violencia: la pobreza, la exclusión social, la ignorancia, la impunidad. Como dijo una dirigente maya hablando de la actual democracia: «Nunca tuvimos tantos derechos como ahora, pero tampoco nunca tuvimos tanta hambre como ahora». Mientras siga habiendo gente con hambre, seguirá la violencia y será imposible hablar con seriedad de armonía social. Porque, como expresara alguien mordazmente, es muy probable que, hambrientos, terminemos comiéndonos la palomita de la paz.
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