Enuncia un nuevo concepto: el del "Estado cooptado", el cual distingue del término "capturado" que acuñara el Banco Mundial en la década de los noventa y que fuera tan útil para sintetizar cómo las élites económicas, durante la oleada mundial de privatizaciones, tomaron control del Estado para beneficiar sus negocios. La consolidación de las élites trajo consigo una débil institucionalización de la democracia. Frente al formato institucional, cada élite decidió competir a su modo. Unos limitando y negociando a costa del Estado y otros, utilizándolo a costa de su institucionalidad.
Gutiérrez señala que en la última década esto ha cambiado. Los beneficios que se buscan ahora son más extensos: son judiciales, políticos y de legitimidad social. Son criminales también. Y son ahora los propios funcionarios y/o los candidatos quienes también cooptan al Estado desde el mismo Estado. Se opera en consorcio y con capacidad de control local y territorial. La finalidad última ya no son solo los negocios, es consagrar pactos y alianzas políticas para modificar permanentemente las reglas del juego (leyes, instituciones, políticas públicas), o sea, para instaurar nuevos grupos en el control del aparato público y la sociedad. La variante más dramática es que a esta lucha se han incorporado de lleno los poderes criminales.
Esta fascinante entrevista me hizo pensar mucho respecto a cómo estas encrucijadas sociológicas afectan la posibilidad de que el Estado cumpla su función de garante del desarrollo. Ya Gutiérrez remarca que: "Hay tres agendas traspapeladas que hacen densa la coyuntura. Una es la agenda del pasado, que no supimos tratar en los Acuerdos de Paz. Otra es la del ascensor social bloqueado. Y la tercera, es la agenda criminal. ¿Podrá el Estado democrático arbitrar estas rudas disputas?” se pregunta el entrevistado.
Las élites económicas tradicionales han demostrado históricamente su escaso interés en el bienestar de la población. Si bien algunas facciones apuntan un mayor nivel de sensibilidad frente a los inmensos rezagos sociales, su preocupación discurre todavía primordialmente en la esfera de lo discursivo o bien, de lo caritativo y filantrópico. Todavía ensayan formas de realizar su responsabilidad histórica frente a las masas hambrientas sin alterar el statu quo. En otras palabras, han concedido en el qué se quiere, pero aún están lejos de acceder a aceptar otros mecanismos que no sean los propios, que viabilicen el "cómo".
La resistencia fiscal, la negación en el tema agrario y del desarrollo rural, el desprecio de no considerar al "otro" (indígena, campesino y rural) un sujeto interlocutor válido con sus propias razones y demandas, incluso, a la hora de definir el destino de los recursos naturales y del territorio, constituyen elementos objetivos de que la élite tradicional aún no logra superar esa prueba básica de modernidad. Eso le ha costado la cooptación por otra élite que ha mermado la institucionalidad del Estado.
Por otra parte, está por verse si los grupos económicos emergentes logran cohesionarse entre sí lo suficiente como para formar un bloque capaz de hacer contrapeso, y tomar así control del Estado de manera menos coyuntural. Clave para ello es superar la demagogia populista que ha dominado sus discursos y actuar en los momentos que han accedido al poder y dominar la rapiña de corto plazo para no perder de vista el objetivo estratégico. Su gran ventaja sobre las élites tradicionales es que conocen los territorios, y tendrían por consiguiente, mayor capacidad para ejecutar políticas que satisfagan, aunque sea mínimamente, tanta demanda acumulada y tanto rezago.
Ahora, si uno o el otro no lograr desentrampar la agenda de desarrollo y transformarla en resultados perceptibles para la gente, ¿asumirá este rol histórico la economía ilícita, con ese coctel explosivo de violencia y opulencia con que ya domina en varios territorios del país? Lo único que sé es que se deberá, pronto, desbloquear el ascensor social... antes que se desplome.
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