Este no es el país que queremos. No es el que soñaron las generaciones que nos antecedieron (ni siquiera las más conservadoras a quienes pareciera que el tiro les salió por la culata), ni lo que merecen las próximas generaciones de guatemaltecos y guatemaltecas en cada rincón del país y ahora también en el exterior, inmigrantes o exiliados.
La cooptación total de las instituciones llamadas a salvaguardar los mínimos principios republicanos; los propósitos oscuros y corruptos de las élites económicas y políticas; la prostitución de la política y de los medios para alcanzar el poder y las amenazas constantes contra jueces, periodistas, activistas de derechos humanos que ha empujado a muchos al exilio y a otros a afrontar juicios espurios, han corroído como un cáncer el andamiaje del Estado guatemalteco. Cada vez más, el país se encuentra a la deriva sin respuestas concretas para las necesidades apremiantes que aquejan al ciudadano ordinario e impactan de manera desigual a muchos de nuestros conciudadanos, sobre todo a las comunidades indígenas, los jóvenes, los niños, las mujeres y la clase trabajadora. Este no es el país que merecemos.
A pocos días de que se realicen los comicios presidenciales más cuestionados y desprestigiados desde el inicio de la transición democrática, muchos en la diáspora observamos con seria preocupación cómo la agenda del autoritarismo competitivo transnacional, solapado bajo normas aparentemente legales y democráticas, también se ha extendido a Guatemala. Figuras como las de Trump o Bukele inspiran a políticos locales, hipnotizando y fascinando a las capas económicas bajas y medias, creyendo que, con propuestas simplificadas, unilaterales y polarizadoras, se pueden cambiar problemas estructurales de una sociedad de la noche a la mañana.
De alguna forma esto no es de extrañar puesto que la cultura democrática tampoco se terminó de afianzar en las décadas después del fin del conflicto armado, a pesar del contenido integral de los Acuerdos de Paz que apuntaban a políticas, medidas, marcos institucionales, y cambios transformacionales que nunca obtuvieron ni el apoyo ni el financiamiento necesario en las administraciones gubernamentales subsiguientes; o que incluso, fueron recibidos con indiferencia por parte de la ciudadanía en general, acostumbrada a no cuestionar producto del trauma de la guerra.
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Sabemos que si bien la democracia por sí misma no resuelve los problemas de la gente, es en el marco de este sistema político que se pueden efectuar los cambios que apunten a la seguridad jurídica, al estado de derecho, a un modelo de desarrollo social y económico incluyente que saque de la pobreza a más del 40 % de la población, se efectúen cambios fiscales que permitan la expansión de una educación y un sistema de salud públicas de calidad sin dejar a ninguno atrás, y que incentive el desarrollo productivo y generación de empleos para que la gente no se vea orillada a emigrar masivamente.
El país democrático que queremos es uno donde el principio y fin de todas las acciones gubernamentales sean invertir en el bienestar de la gente, su principal riqueza.
Otro país es posible y sabemos que hay varias fórmulas para crear un círculo virtuoso de políticas públicas que se enfoquen en la gente. El país que queremos no es fuero exclusivo de los políticos. No se construye con solo ir a las urnas cada cuatro años escogiendo entre la opción menos perniciosa y mediocre. El poder sigue residiendo en la gente. La gente empoderada como generadora de una ciudadanía consciente, activa y organizada que demande un alto al abuso impune del poder concentrador ya no solo de las elites depredadoras y extractivas, sino ahora también en tándem con las redes criminales que anquilosan el desarrollo sano de un sistema que se debe a la ciudadanía.
Las elecciones, mucho menos las que se aproximan, no bastan. ¿A qué se comprometen nuestros lectores para edificar otro país?
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