Pienso en el esperpento. Pienso en el tremendismo. Pienso en los anillos del Infierno alighierino. Pienso en la sordidez naturalista de Zola. Pienso en El Lazarillo de Tormes y toda su progenie picaresca. Pienso en esa atmósfera áspera y brutal del cuento “El matadero”, de Esteban Echeverría. Pienso en “La gallina degollada”, de Quiroga. Pienso incluso en Donatien de Sade y en su Bastilla cerebral. Pero lo que no consigo imaginar es el vicio de una abyecta realidad que nos revienta en la cara esa esfera jabonosa y teorética convenida en entenderse como “paz”.
En el imperio de los Césares, el fraude político tomaba el avatar de pan y circo y provincias amansadas, y a aquello lo llamaban “Pax Romana”. La “Pax Britannica”, heredera de infamias cartográficas, consistía en repartirse el mapamundi invitando a los colonizados a trazar sus propias fronteras, cortesía de una punta de pistola. La “Pax Americana”, por su parte, se encarna en la doctrina de esparcir la democracia y el garrote, con una liberación de satrapías a cambio de aceites minerales: sangre por petróleo. Pero la diplomacia boreal ha quedado últimamente reducida a su bochorno, y ha sido puesta en evidencia por Assange como lo que es: una elegante zorrería, un ballet de fingimientos y una procesión de sicofantas e intereses.
Lejos estaba la altanera Nueva York de saber que su “paz” de paquidermo se vería perturbada en la mañana de un 11 de septiembre, hace apenas una décima de siglo. Y, después, el terror. El temor. El horror. El paraíso perdido. El fluir de las conciencias. El silencio que acompaña a lo siniestro. Se relata que la paz era entonces la de la calma tramposa del toque de queda, aunque sin declararse para la ciudad y para el mundo. Guatemala lo sabe muy bien: jamás hubo paz, sino pacificación, que es un eufemismo cínico. Tenemos ahora una paz cultivada en la tinta y ultrajada en la práctica, con casi dos decenas de homicidios cada 24 horas. Una paz de desnutridos. Una paz para criminales.
En la Ciudad del Sol, o Civitas solis, Campanella latiniza con una teocracia utópica donde la humanidad prospera por la gracia del papado. Ironía de ironías: la Cité Soleil que me describes, Carmen, es una cruda distopía donde la paz la demarcan los dividendos de una carroña. De aquí que yo siga encomiando tu heroísmo constructor de puentes y concordias: pudiendo elegir cualquier otro rincón de este hemisferio, has preferido radicarte en aquel lugar donde Toussaint-Louverture se atrevió a soñar con el sol de la libertad, y que hoy parece no conseguir iluminarse ni con la vela de la Luna.
Río de Janeiro engendra favelas; Madrid, chabolas; Guatemala, sumideros; Nueva York, guetos; Occidente, periferias; y Puerto Príncipe, me cuentas, una Cité Soleil donde los perros son una vianda en virtud de la jifería de los niños. Las ratas son también voluminosas en Manhattan, al grado de dar la impresión de pertenecer a otra especie de mamíferos. Aquí las ratas padecen sobrepeso porque encuentran alimento de sobra allí donde nosotros producimos desperdicios, lo cual es palabra mayor en sociedades que basan su razón de ser en el consumo. El ciclo de la vida culminará su trayectoria cuando lleguemos a consumir a estos roedores, atacados por un hambre carnicera que será fruto de nuestro propio dinamismo.
A veces me pregunto si no haría mejor dedicándome a la crianza de cerdos y de pollos y de cabras, bucólicamente, en una Arcadia rediviva y semejante quizás a las églogas de Virgilio o los idilios de Teócrito. ¿Tú qué opinas, amiga?
Un abrazo pastoril,
Ramón
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