Sabido de ello, me propuse observar —desde el inicio de la pandemia— el comportamiento de mi entorno, ya que durante una crisis afloran lo mejor y lo peor del ser humano y nunca es tarde para conocer de sí un poco más. Así, a 13 meses de estar bajo la presión de la acometida del SARS-CoV-2, quise compartir por esta vía mis experiencias, particularmente aquellas relacionadas con el devenir ético durante la inmunización.
Vamos entonces a ello.
En el segmento 1b de inmunización contra la covid-19, fui vacunado con la primera dosis el 15 de marzo de 2021. El Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social ya había dado luz verde a esta fase. Diez semanas y cuatro días después, el 28 de mayo de 2021, recibí la segunda dosis. Durante el lapso entre la primera y la segunda dosis sí tuve contacto con pacientes infectados por el coronavirus. Sin duda, la primera inmunización y los cuidados del caso me libraron de la enfermedad, pero he de confesar que sentí mucha ansiedad y que no pocas veces experimenté una terrible desolación. Ya con la segunda dosis me sentí más seguro, y el compromiso de seguir luchando contra la pandemia se acendró en mi persona.
Del mal como antípoda del bien (durante las dificultades) siempre se ha advertido, de manera muy especial en las obras de teología moral. Pero, a decir verdad, no lo habíamos experimentado en carne propia a manera de una fuerte tentación. La primera embestida la sufrimos mi esposa y yo cuando alguien de muy buena fe hacia nosotros —pero fuera de la ética que debe acompañar al comportamiento humano— nos sugirió que la registráramos como enfermera de mi clínica para que fuera vacunada en el mismo segmento que yo. Mi esposa está graduada como enfermera profesional y también es licenciada en Ciencias Religiosas (URL). La reacción inmediata de ambos fue un rotundo no, pues nuestras convicciones son muy sólidas y el dominio académico de mi esposa es la bioética. No obstante las comorbilidades que ella padece, ponderamos el hecho de que no está en servicio activo. Así, se decidió esperar para ella la correspondiente convocatoria (de acuerdo a nuestra edad). Nunca olvidaré las palabras con las cuales respondió a la sugerencia: «Jamás me perdonaría haberle robado la oportunidad de vacunarse a una persona que lo necesitaba más que yo».
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El 15 de julio de 2021, mi esposa completó su inmunización. Recibió su segunda dosis de la vacuna AstraZeneca en el tiempo indicado y en el turno que le correspondía. Ese día yo completé cuatro visitas al puesto de vacunación localizado en el centro de salud de Cobán. Pude notar cómo del 15 de marzo al 15 de julio se habían acentuado los signos del cansancio físico en su personal, pero también noté en sus rostros esa satisfacción que solo puede dar el trabajo cumplido y signado por la correcta simbiosis entre técnica y ética. También noté que todas las personas eran tratadas sin distingo de clase, religión, posición social u otra categoría. De más está argüir acerca de la celeridad que, sin prisas pero sin pausas, permitía el flujo razonable de quienes procuraban la vacuna.
Para mi infortunio, percibí otra vez la fisonomía del mal en alguna poca gente que intentaba con argucias saltarse los turnos y ser tratada de manera preferencial, así como en aquella que se iba sin expresar una mínima palabra de agradecimiento, mostrando en el semblante los signos de un inexplicable rencor.
No quiero ser injusto. Sé que el rostro de la ética durante la inmunización está presente en la mayoría de los centros donde se están administrando las vacunas, en todo el país y en todo el mundo. Pero nuestra vivencia fue en el centro de salud de Cobán, allí donde tuvimos acceso a la experiencia de Dios reflejada en la humanidad de los salubristas.
Así las cosas, bien vale noticiar que la esperanza prevalece. Los salubristas son su mejor expresión.
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