Aprendo de su curiosidad, de su capacidad de observación libre de distracciones y de la constancia de sus indagaciones. Mantiene el enfoque en algo a lo largo de varias semanas —es capaz de volver directamente a la búsqueda del día anterior al despertar— en un proceso que lo lleva a familiarizarse con algo hasta alcanzar la profundidad necesaria para pasar a una nueva investigación, anunciada en aquello que logre capturar su mirada atenta. He aprendido que es así como establece relaciones con lo que lo rodea y a partir de las cuales construye un paisaje. Ese espacio en el que se mueve está hecho de relaciones que siempre se amplían.
Hay quienes han pensado que los seres humanos nos distinguimos por nuestra capacidad racional, una que nos permite, entre otras cosas, reconocer entre el bien y el mal. No obstante, este pájaro —descendiente directo de los habitantes del Jurásico— posee una conciencia clara de lo que debe hacer o no de acuerdo con la normatividad derivada de la disposición de las cosas y con cómo esta permite que lo demás fluya de cierto modo, incluido este cuerpo que escribe. Basta el sonido de mis pasos para que el loro en cuestión se aleje del lugar prohibido de un solo salto o suelte el objeto que reconoce especialmente apreciado, a diferencia de los objetos a su disposición. Estos últimos, lo sabe, no necesitan volverse un secreto. Una mirada es a veces suficiente para que se esconda o disimule con un gesto. Conciencia moral, dirían los expertos si se tratara de un niño.
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Sin embargo, la idea de la inteligencia en los animales no humanos, y de ahí su capacidad de sorprendernos y de despertar empatía, no deja de ser un movimiento antropomorfista que no hace sino anularlos. No se los aprecia, sino se los compara y mide con la vara de lo humano —ser un bestia es ser una bestia—. Y la animalidad, entendida como opuesta a la razón instrumental, ha justificado la explotación. Cuando Von Humboldt llegó al delta del río Orinoco, escribió acerca de quienes habitaban esa región: «Es curioso ver cómo, en el más bajo grado de civilización humana, la existencia de toda una población depende de una sola especie de palmera, semejante a los insectos que no se alimentan sino de una misma flor». Habría que provocar efectos desorientadores para posibilitar y recuperar formas de pensar y actuar distintas, desidentificarnos, incluso, con eso que hemos pensado humano —una política de la vida—.
Laurie Anderson canta que fueron los pájaros los que inventaron la memoria. Los pájaros, como otras formas de vida, habitan un tiempo distinto, no el del desarrollo y la acumulación, esa temporalidad abstracta. Y tienen memoria, sin duda, porque el olvido resulta de la linealidad. Recordar es revisitar, no regresar. Implica la construcción de condiciones en las que lo inexistente se hace posible. La memoria, como el espacio, está hecha de relaciones siempre en reconfiguración, que incluyen múltiples tiempos. Un constante hacia adelante y hacia atrás.
El llamado del loro se une con cada caída de sol a la cacofonía de los pájaros que vuelven a los árboles de la cuadra. Sabe que está atado a ellos de alguna manera, aun cuando los límites aparentemente fijos de la casa le impiden encontrarlos. ¿Cómo entiende los límites? ¿Constituyen estas paredes, y por ratos las rejas de su jaula, una limitación real cuando ese cuerpo es parte de una red compleja y amplia de relaciones aun cuando se ha intentado separarlo de ella? George Eliot escribió que, «si viéramos y sintiéramos intensamente toda la vida humana corriente, sería como oír la hierba crecer y latir el corazón de la ardilla, y moriríamos por el estruendo que está más allá del silencio». También estamos atados a esa red. También provocamos un estruendo que constituye la vida, ese todo —un materialismo vitalista— al que nos atan hilos invisibles de dependencia y de influencia.
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