El abuelo regresó a las dos semanas, pero ella hace énfasis en que era otra persona. Nunca volvió. Estaba ido, como ausente, como muerto. Toda su energía vital fue arrancada en ese tiempo de cautiverio. No supieron exactamente a qué fue sometido, si a torturas físicas, psicológicas o ambas, además de a esa presión ininterrumpida de saber que en cualquier momento te pegan el balazo.
No puedo dejar de relacionarlo con casos de secuestros económicos en los 90, en los que nada tenía que ve...
El abuelo regresó a las dos semanas, pero ella hace énfasis en que era otra persona. Nunca volvió. Estaba ido, como ausente, como muerto. Toda su energía vital fue arrancada en ese tiempo de cautiverio. No supieron exactamente a qué fue sometido, si a torturas físicas, psicológicas o ambas, además de a esa presión ininterrumpida de saber que en cualquier momento te pegan el balazo.
No puedo dejar de relacionarlo con casos de secuestros económicos en los 90, en los que nada tenía que ver la política, pero que también fueron un parteaguas en la vida de tantos. A muchos les cortaron los dedos y grabaron videos que enviaron a la familia para apresurar el pago del rescate.
Por supuesto que tampoco puedo dejar de pensar en todas las personas que vivieron secuestros que se convirtieron luego en desapariciones forzadas porque los cadáveres nunca se hallaron. Era una manera de sembrar terror para evitar que más gente se involucrara en la guerrilla. Siempre me lo he preguntado: ¿en qué momento dejar de buscar al ser querido? ¿Qué día se decide soltar los brazos y simplemente rendirse?
Después de vivir este tipo de hechos, la gente aprende a vivir con miedo, con precaución, con desconfianza. Nunca se regresa a la etapa en la que se cree que la tierra es un paraíso inocente.
Así como con mi amiga, con tantas familias y con las víctimas de tantas desapariciones, los rumbos de muchísimas víctimas sufrieron un viraje obligatorio que impregnó en ellas una indignación que crece cuando se conoce a quienes han pasado por las mismas. Claro que hay mucho odio, rencor y deseo de cortar cabezas.
Pero creo que el arte de sanar colectivamente está en practicar la resiliencia y en extraer las flores de los huesos. Como quise decir en un texto viejito: «El payaso destella su dolor / con la cara endulzada de colores. / Lo escribe, lo relata y coloca en las tumbas, / unos cuantos racimos de flores».
En los tres casos de raptos, el dolor es el mismo aunque los contextos varíen. Para algunos son justificables por posiciones políticas o económicas. Pero, vistos desde mi perspectiva, ningún crimen puede ser albergado en la cálida chamarra de la impunidad y todas las víctimas merecen una memoria digna, que conlleva en principio el entendimiento del dolor de cada tragedia.
Quizá una forma de empatía se logre comprendiendo (antes de buscar que nos comprendan) las facetas agrias en las vidas de los otros, pues en un país tan violento como el nuestro no es difícil haber sufrido un crimen de este o de cualquier talante, y que, por mucho que creamos estar distanciados, la ola de mugre nos cubre a todos y por eso nos conviene empujar para salir a la superficie y así dejar de tragar esta agua que ya no notamos, pero que está más roja que una encía infectada.
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