Quizá lo más importante es que los resultados de mi examen físico salieron bien, mejor que bien. Estaba preocupado, no sé por qué. Me cuido, trato de comer bien, hacer ejercicio y apartarme de los vicios. Trato.
Pero igual, no sé por qué los doctores y los hospitales siempre me han producido temor. Puede ser porque casi todas mis interacciones con los proveedores de servicios sanitarios han sido nefastas. De hecho, estoy convencido de que los hospitales y las estaciones de policía son los dos lugares donde las cosas pueden descarrilarse muy feo, muy rápido.
Una vez fui a ese hospital para la gente no tan pobre que hay en la zona 10 a que me hicieran un raspado en el hombro para un cultivo de un hongo que años atrás me habían pegado en el ejército por andar compartiendo toallas shucas.
Por algún motivo que a día de hoy aún me desconcierta, en lugar de rascarme hombro, el técnico terminó rascándome el agujero del culo con un bajalenguas al que le había puesto masking tape en la punta.
Traté de protestar pero el hijo de puta me mandó callar con un “mire, señor, esto también es difícil para mí, así que colabore”. Era sábado, de eso estoy seguro. Supongo que habrá estado de goma o todavía bolo el pisado porque tenía una voz pastosa, como de policía recién almorzado.
Mientras se daba gusto pasándome el masking tape, yo intentaba convencerme de que seguramente había alguna explicación fisiológica perfectamente lógica para el proceder del técnico de laboratorio. Deben ser las enzimas o algo por el estilo, me repetía mientras trataba de pensar en cosas bonitas.
Lo más humillante fue cuando la doctora que me había mandado el examen se hizo la indignada y me explicó que había ocurrido un error. Todo eso mientras le brillaban los ojos. Se estaba cagando de la risa por dentro la muy cerota.
Eso sí, me dijo que como ya había pagado por el examen, no podían devolverme la plata. Pero, de buena onda, me comentó, iban a darme de gratis el examen que me correspondía.
Ya no regresé. Al final le gané la batalla al hongo con pomaditas y toallas limpias.
Quizá desde antes, pero estoy seguro que desde entonces, desconfío de los doctores, los hospitales y todo lo que tenga que ver con la salud. No digo que no haya avanzado la ciencia médica desde los días en que los remedios básicos incluían sanguijuelas, sangrías y novenas. Pero, sí, sostengo que si hay un lugar en el que las cosas pueden salir mal muy rápido es un hospital. Como le pasó a una mi profesora de la secundaria, que fue a que le operaran un pie chueco en el IGSS y cuando se despertó le habían dejado chueco el otro pie.
Esta vez no. Esta vez, todo salió bien en el hospital. El doctor dijo que los exámenes salieron bien, que salvo un poco de colesterol, todo está normal. Supongo que debe ser una de las pocas ocasiones en que ser normal es bueno. Todo eso, aun la prohibición de comer quesadillas todas las noches, me hace feliz.
Además, al fin abrieron la piscina en la universidad. Después de un año de esperar la remodelación, ayer volvieron a abrir las puertas del centro acuático.
Y mientras nado y veo manchas en el fondo de la piscina, me pregunto si de veras remodelaron la piscina o si se quedaron sin plata y para lo único que les alcanzó fue para repintar las paredes y cambiar los azulejos de las duchas.
Y aun con que la remodelación sabe a farsa, a que para la mierda que hicieron, podrían haberlo hecho en dos meses, no un año, estoy feliz de poder saltar de nuevo al agua, de nadar en serio por primera vez en más de un año.
El fin de semana terminé de concretar la última parte que me faltaba para echar a andar un proyecto que he estado madurando el último medio año. El grato ofrecimiento de un amigo para trabajar “honoris causa” –o sea de gratis– en este proyecto, sumado a que leí por allí que los choferes le daban viajes gratis a un marchista –no era Barrondo, era el otro– me hacen pensar que los chapines no son tan malos como a veces creo.
Mis patojos sacaron buenas notas y eso hace más factible que vengan a visitarme en la fecha convenida y cada vez logramos conectarnos mejor en nuestras charlas por teléfono o en la PlayStation.
Y la semana pasada logré una nota que había estado persiguiendo durante varios días. Nada grande, una resolución judicial sobre un camionero estadounidense al que agarraron metiendo balas a México. El chavo dijo que iba para Arizona, con 268 mil balas para fusil de asalto y que se había equivocado y cuando se dio cuenta ya estaba en la frontera.
Dicho así, pareciera increíble que alguien no se dé cuenta de que está cruzando una frontera internacional mientras lleva cientos de miles de cartuchos dentro de su camión. Aún así, es fácil perderse en la maraña de carreteras y más de una vez me ha pasado que termino en el puente luego de tomar una salida equivocada en la autopista.
Y lo de las balas, ¡Cristo Bendito!, es impresionante lo fácil que es comprar balas en este país, la cantidad de municiones que hay en todas partes.
Pero sí, estoy contento. Las cosas están saliendo bien y las noticias de Indiana, de los trillizos y del nuevo trabajo de A. no son sino alentadoras.
Estoy feliz. O simplemente pueda que sea que estoy enamorado.
Más de este autor