Un pequeño perro salió a recibirnos. Estaba atado a una cuerda roja muy larga que le permitía llegar hasta la puerta de entrada de aquella propiedad. Era una casa muy vieja, la madera había sido comida por el salitre. Al centro de aquella casa, que más parecía una bodega abandonada, estaban los árboles frutales de un jardín caótico, lleno de basura y cosas viejas.
El perro ladraba pero no daba señales de atacar. Nos acercamos más y pude ver que aquello era una especie de resguardo, lleno de habitaciones en alquiler. Un hombre me miraba, sentado desde su pórtico. Era delgado, moreno, estaba sin camisa, mostrando su pequeña barriga. No dijo nada cuando nos vio entrar.
Un niño pasó saltando sobre las piernas del hombre y corrió por todo el patio, hasta llegar a las otras habitaciones. Más niños salieron mientras me acerqué a la puerta de metal que parecìa ser la principal.
El perro olfateaba mi pierna. Hacía calor. Estábamos a unos pocos metros de la playa y parecía que fuera a llover con muchísima rabia. Una anciana salió a atender. Llevaba puesta una blusa blanca, raída, percudida como si hubiese servido de filtro para tabaco; una falda vieja y unos zapatos a los que no les cabía más polvo.
Era muy delgada. Sacó su cabeza canosa y me miró tras las gafas, con unos ojos grises y acuosos. Le expliqué que buscaba a la señora del bar. De inmediato me respondió que estaba enferma pero que iba a ver si nos podía atender. Vengo a hablarles de A. a averiguar sobre su madre, le expliqué.
Ella abrió la puerta de par en par y de inmediato pude ver una sala muy vieja, junto a un comedor que simulaba ser un tronco partido a la mitad. Al fondo estaba una refrigeradora oxidada y algunos platos sucios diseminados por la cocina. La anciana nos ofreció asiento.
Dijo que iría a buscar a la señora y subió por unas gradas. El perro ya se había acostumbrado a mí y ahora estaba echado a un lado, sobre un piso de baldosas antiguas, manchadas por lodo.
Una mujer tosió desde las gradas. Supuse que era la persona que buscaba. Bajó muy lento, ayudada por la anciana. Se acercó a nosotros, sosteniéndose la blusa con la mano. No tenía botones, así que la usaba como una especie de bata.
Tenía alrededor de sesenta años. El pelo teñido de un rubio que cedía desde hace tiempo a las canas y a las múltiples raíces negras. Era una mujer blanca, pálida. Se sentó a nuestro lado y me preguntó acerca de mi estadía en ese lugar.
Le expliqué que habíamos encontrado a la pequeña A. una niña de seis años, sin documentos de identificación, en una casa hogar que se allanó; y que los rastros nos condujeron hacia ese sitio buscando a la mamá de la niña. Así que necesitaba saber qué había sido de ella.
Le mostré una foto de la madre. Enseguida la reconoció. Ella ya no vive acá, dijo, mientras seguía tosiendo, tomándose la blusa para que no se le abriera mientras hablaba. Vivió en uno de los cuartos que les rento y trabajó en mi bar. La recuerdo bien, era una muchacha tremenda. Le gustaba bailar desde muy joven. Lo último que supe fue que se largó a la capital.
Volvió a toser y esta vez uno de sus senos salió a descubierto junto a su barriga redonda. De inmediato se cubrió. La anciana que nos atendió estaba parada al lado, tomándose de las manos como si fuera a orar. Al parecer estaba recordando algo: “esa muchacha se fue a la capital, es cierto” intervino.
Se fue a un bar cerca de El Trébol. Ahí estuvo. Le avisaron de su hija, porque ella la había regalado. Al parecer había un problema, porque se la iban a devolver. En ese entonces ella se enteró que tenía SIDA y todo se le vino encima. Se ahorcó en su cuarto. En la capital.
Imaginé el cuerpo de la mujer de unos veintidós años, colgando en un cuarto sucio, al lado de un camastro. Incluso escuché el crujir de las vigas donde seguramente ató la cuerda. El estupor de sus compañeras cuando encontraron el cadáver. La escena. Imaginé la escena del crimen.
¿Tiene idea si la abuela de la niña todavía vive? Pregunté, para buscarla y obtener de ella unas muestras de ADN y así poder compararlas con las de la pequeña. Estábamos devolviéndole la identidad. La anciana me miró como tratando de recordar algo. Sí, dijo, la mamá de esa patoja vive a la vuelta, pero ahorita no está en su casa. Ella es pobrecita, recoge cosas del suelo para comer, concluyó.
La pobreza es muy parecida a un pozo sin fondo, pensé. Esta señora tiene noventa años, trabaja en una casa haciendo labores duras, está flaca a más no poder y aún así ella ve que alguien más es pobre, no ella. Entonces entendí que hay una brecha enorme entre pobreza y miseria y lo que estaba viendo frente a mí era una puerta enorme, donde al cruzar, jamás se puede volver.
Parecía una novela muy cutre: la niña a la que tuvieron durante dos años sin identificar en un hogar, sin autorización visible de la madre, venía de aquí un pueblo a las orillas del mar, un mar muy calmo, cristalino, rodeado de prostíbulos y barcos mercantes. Era hija de una adolescente que se prostituía en un local de mala muerte, que emigró a la capital donde encontró su fin ahorcada, sabiendo que le devolverían a su hija y que tenía SIDA. Qué decir de la abuela de la niña, que era guajera, que recogía cosas del suelo para poder comer.
Empezó a llover. El olor a tierra mojada entró por la ventana y el pequeño perro salió a mirar las gotas caer sobre el suelo de tierra desnuda. Tomé mis notas y levanté un acta, para recibir el testimonio de aquellas personas. Mientras escribía en aquel papel con el sello del Ministerio Público, pensé que lo que estaba haciendo en realidad era tomar una fotografía.
Esa era la foto familiar de A. Estoy seguro que cuando sea adulta y se pregunte acerca de todo aquello, podrá acudir al proceso y enterarse de dónde viene. Seguro será doloroso. No logro dimensionar cuánto. Tan sólo puedo mirar cómo llueve, mientras una moribunda se cubre el pecho desnudo, ayudada por una anciana que lo recuerda todo.
Al salir de ahí, vi a los niños que vivían en las infinitos habitaciones de alquiler resguardàndose del aguacero bajo la lámina de la casa. Los árboles frutales se mecían con violencia, así que corrí al auto. La lluvia golpeaba con fuerza el techo. Cerraron la puerta. La postal estaba hecha.
Pequeña y dulce A. ésta es tu familia. Feliz día del niño.
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