Son ya 15 años desde que volví a Guatemala en el 96. Se los juro que volví con unas ganas rabiosas de estar acá, de hacer cosas por el país y de devolverle a “Guate”. Hoy, visto lo visto y vivido lo vivido, cada vez que oigo que alguien quiere devolverle a “Guate” me suena más a amenaza de venganza retributiva que a buenos deseos. Son bien pocos los que han recibido cosas verdaderamente buenas del país y menos aún los que las han recibido con justicia.
Vine un poco perdido, sin saber qué quería hacer y más preocupado por quién ser que por qué tener. Se los juro muchá, si hasta tuve esa discusión con el marido de una mi prima que me dijo que de periodista me iba a morir de hambre y le salí con una frase de telenovela: “A mí me importa más el ser que el tener”. Lo creía. Hoy no pienso distinto, pero mis intereses se han diversificado.
Me gustaría decir que me voy solo por el ser. Por ser esa persona, ese periodista, que quería ser tres lustros atrás, cuando cursaba el primer año de Ciencias de la Comunicación y aún tenía el pelo verde. Tenía pelo, Dios cuántos años. La verdad es que me voy por eso, porque me da miedo preguntarme dentro de otros 15 años qué habría sido de mí de haber enfrentado el reto en 2011. Pero también es la verdad que me voy por otras cosas.
Me voy porque, aunque los agencieros – odiados por tantos, amados por tan pocas – estamos en una posición privilegiada en Guatemala, el medio no da para más. Ve uno lo que pagan los medios y es que le entra una grima que no se puede estar de pie. Me voy también por “el tener”.
Me voy porque, y aquí empieza la polémica, Guate ya se fue a la mierda. No es por joder. Por donde la vean, está jodida la cosa. Yo sé que me van a acusar de ser como las ratas que dejan el barco a la primera señal de peligro. Y puede que tengan razón, aunque para decir la verdad yo ya me comí señales de peligro grandes como vallas publicitarias. Acúsenme de rata, si total como dijo Tony, “me la truena”. Pasa que yo no tengo complejo de capitán que se queda a ver cómo se hunde el barco en torno a él. Que se hundan los que tienen el timón, porque los que llevamos los remos tampoco tenemos la culpa.
Eso que acabo de decir es una mentirota bien grande, pero queda bien en el discurso. Mentira porque todos tenemos la culpa, al menos todos los que podemos hacer algo para que cambien las cosas y no lo hacemos.
Total que ya estoy hasta los mismísimos cojones de tener que esconder el celular bajo el asiento del carro, de no poder andar en la calle, de tener que pensar en si se puede ir a un lugar o mejor quedarse en casa porque “andan asaltando mucho por allí”. Porque estoy hospedado en un hotel de cinco estrellas en un barrio “seguro” y desde mi balcón se puede ver cómo hay unos cincuenta triangulitos amarillos del Ministerio Público, que marcan los casquillos que quedaron tras un tiroteo donde cosieron a balazos a un chavo. No voy a un mejor lugar, eso está claro. Pero al menos es un paso para ir a lugares más gratos.
Me ofrecen una posición que nunca pensé que iba a tener. Muy metido estaba en los estereotipos de cómo funciona la empresa, de cómo funciona el mundo y de quien soy yo. Es momento de demostrar que yo estaba equivocado y ellos apostaron bien. Tengo una buena oportunidad, dije yo… “Para cagarla”, añadió una amiga que pasaba por un momento bien negro. Pronto podré decir por dónde van los tiros. Me espera un trabajo duro, difícil que tendré que hacer en medio de mucha soledad.
Por ahora, solo hay emoción y miedo. Es un poco como cuando estás arriba del trampolín, esperando saltar. Y de lo que no me doy cuenta es que hace días ya que estoy en el aire, descendiendo a una velocidad vertiginosa hacia el agua.
Quiero irme, y al mismo tiempo no quiero. Me gustaría prolongar la despedida para siempre y quedarme en ese colchón de entretiempo, de ambigüedad y de cariño infinito que me dieron todos los que me quieren bien desde que comenzamos las despedidas. Unos tienen décadas de quererme, otros desde que nacieron y hay quien llegó a último minuto. A todos los quiero, a todos tengo tanto que agradecerles que no me alcanzan las palabras. Una cosa me reprocho: no haber aprovechado más cada minuto con cada uno de ustedes.
Me gustaría quedarme suspendido en el aire, en ese espacio tibio y acogedor como las sábanas a primera hora de la mañana cuando te despertás rodeado de ese aroma a cariño y certidumbre.
Pero no se puede. Hay que salir a la calle y enfrentar lo que viene: el frío, los balazos y el desierto. Y hay que enfrentarlo no porque toca, sino porque es lo que quiero y, sobra que se los diga, siempre me gustó hacer lo que quería. Pero también porque el cariño, los cariños, saben mejor y apaciguan más cuando se toman en ayunas y tras haber sufrido un poco.
Hubo algunos que me la hicieron imposible y quienes le dieron profundo sentido a esta existencia que desde que tengo recuerdo se siente como si estuviera a merced de las furiosas olas de Monterrico. A todos les agradezco. Solo a los últimos los quiero.
Guatemala, Febrero de 2011
J.
Más no te asustes, siempre se me pasa. Es solo la intuición de mi destino.
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