Para Garzón, este hecho reflejaba el carácter amoral y estático de las sociedades latinoamericanas, que no habían logrado internalizar los valores del constitucionalismo democrático. Siguiendo a Pablo González Casanova, el destacado jurista decía que en Latinoamérica, “las constituciones han jugado una función casi ‘metafísica’… propia de una ideología siempre disponible y siempre descartable según las exigencias del momento”. Solucionar este problema requería lograr que los integrantes de las sociedades latinoamericanas lograran la adhesión interna a los sistemas democráticos de derecho.
Ahora bien, para que los miembros de una sociedad se adhieran a un sistema de convivencia democrático se necesita que las bases conceptuales del sistema no bajen de un umbral mínimo de racionalidad. En el ámbito guatemalteco —tan marcado por estructuras sociales éticamente cuestionables— una tarea de crítica racional conlleva criticar las fuerzas sociales que fomentan la desigualdad y la exclusión; esto implica cuestionar las bases del único “derecho” que realmente se respeta en estos lares: el derecho a la propiedad privada. En efecto, cuando se intenta limitar el alcance de tal derecho, nuestras atolondradas “élites” lanzan la voz de alarma de que se intenta despojar a los ciudadanos de sus bienes. Son cínicas, sin embargo, las notorias inconsistencias de los que difunden tales alarmas porque cuando la “invisible” mano del mercado despoja a la mayoría de sus legítimos medios de vida, tales apologistas de la propiedad privada no dicen nada.
Inconsistencias de este calibre están detrás de la sistemática oposición a pagar impuestos por parte de los sectores neoliberales en nuestro país. Para éstos, las políticas redistributivas representan una modalidad de trabajo forzado a través de la cual se castiga la iniciativa de los miembros productivos de la sociedad para beneficiar, se argumenta, a los que no producen. Los impuestos vienen a ser un lastre que inmoviliza la inversión necesaria para crear empleo, a pesar de que éste quizás sólo beneficie a los que laboran en los paraísos fiscales en los cuales, como lo hace ver James Henry en un reporte escrito para la organización británica Tax Justice, los residentes de países en desarrollo ocultan el doble de la deuda externa de sus países respectivos.
Sucede, sin embargo, que es difícil justificar la propiedad privada como derecho humano; aún si esto fuese posible, tal derecho tendría que balancearse siempre en función de un derecho con mayor jerarquía: el derecho a la vida. En este nivel de argumentación, la noción de propiedad privada debe confrontarse con sus evidentes insuficiencias conceptuales. En la Edad Moderna, por ejemplo, el derecho de propiedad ha recibido su más sólida justificación a partir de la idea básica, formulada por John Locke, de que la propiedad surge del trabajo humano aplicado a una naturaleza que empieza siendo poseída en común. Sin embargo, aunque este enfoque fuese cierto, no deja de tener razón Jeremy Waldron cuando aduce que es muy difícil que la adquisición de las actuales propiedades pudiera justificare completamente en función de tal teoría.
En efecto, si se siguen hacia el pasado las transferencias de propiedad podemos chocar muy pronto con un simple acontecimiento de despojo. Incluso Robert Nozick, quien acude a las ideas de Locke y Kant para justificar la propiedad y calificar los esfuerzos redistributivos como ilegítimos, llega a reconocer que su teoría enfrenta un desafío en las injusticias históricas. Dada la imposibilidad de seguir la huella de la totalidad de tales injusticias, la única manera de romper los desequilibrios sociales que se derivan de éstas es configurar políticas redistributivas en las que quien paga impuestos juega un papel fundamental.
Por lo tanto, pagar impuestos es, en muchos sentidos, un acto de justicia que contribuye a generar el entramado de virtudes que sostiene una sociedad que garantiza el derecho a la vida. La conciencia de las obligaciones hacia los más vulnerables nos recuerda que no debemos dejar nuestra vida en manos de los nuevos avaros, esos que en palabras de Theodor W. Adorno, piensan que nada es suficiente cuando se trata de ellos, y todo es demasiado cuando se trata de los otros.
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