En esas estoy cuando siento, por primera vez en meses, la necesidad de bajarme las mangas de la camisa. Hace varios días comenzó a hacer un poco más de frío. No es el frío frío de otras latitudes más boreales, pero después de un verano en este infierno, se agradece que refresque.
En esas estoy, cuando se me acerca una mujer. No es de las lindas chicas en bikini que protestaron el día anterior en San Antonio, qué va. Esta es más mayor, está bastante más cubierta y tiene algo que a primera vista no me termina de cuadrar.
Me pregunta quién soy, que hago allí y qué está pasando. Cuando le contesto que hay unas personas que se van a juntar para protestar por las cosas que están pasando en el país, me dice que sí, que a ella no le va bien. Que solo puede trabajar unas cuantas horas a la semana y que está preocupada por el futuro.
No me puede explicar ninguno de sus puntos. No hay una línea coherente que me diga porque los plantea con tanta vehemencia. En cambio, me manda a escuchar a sus gurús. Y allí salta la liebre. La mujer dedica buena parte de su día a escuchar a los opinionólogos conservadores de la radio. Me apunta en un papelito los nombres, me dice que tengo que oírlos, que hay que tomar conciencia del daño que le hacen los liberales al país. Apunta, Rush Limba, Shan Haniti y otro que no recuerdo porque antes de pelearnos me quitó el papelito.
Conforme hablamos, me doy cuenta que hay algo que no encaja. Se me va haciendo evidente que tiene algunas fijaciones, puntos de los que no se separa, como dogmas. Uno de ellos es el “hombre estándar, como Lincoln, como Washington, alguien a quien reconoces solo con verlo”. Otro es que le molesta que le quiten impuestos, que ella no entiende para qué sirven los impuestos y, por último, los inmigrantes. No los quiere, está convencida de que son un cáncer para esta sociedad, que se roban los impuestos, que viven de lo que pagan ciudadanos honestos como ella y que lo mejor sería echarlos a todos. Todo esto me lo dice medio en inglés, medio en español.
Le propongo que cuando se hayan reunido los indignados, exprese su opinión. “Si yo digo lo que pienso, me van a golpear”, me dice.
Antes de que podamos llegar a las manos con la mujer esta, comienza la asamblea popular. Son, como diría un mi cuate, un montón de perroflautas con bongós y panderetas. Muchos aretes en la nariz, muchos peinados raros, mucha parafernalia.
Pero al mismo tiempo, cuando trasciendo esa fachada (el disfraz, diría Irene), me doy cuenta que discuten con orden y llevan la fiesta en paz. Sin embargo queda un regusto a lo mismo que me alegaba la otra mujer, solo que de izquierda, si en Estados Unidos hay izquierda. Cada quien tiene sus “talking points”, sus puntos que repiten una y otra vez. Esta sociedad tiene un diálogo de sordos.
Con todo tienen un sistema de comunicarse que, de nuevo, cuando uno trasciende lo chistoso que es el método, resulta muy efectivo. Ocurre que en Estados Unidos es prohibido usar megáfonos en público. Y por eso para amplificar el sonido, solo uno habla a la vez (unas cuantas palabras por vez) y el resto del grupo repite lo que éste ha dicho. Cuando ha dicho lo que tiene que decir, los que están de acuerdo levantan sus manos y las mueven de un lado a otro, como cuando los sordos aplauden. Si no están de acuerdo cruzan los brazos.
Toma muchísimo tiempo para tocar cada punto y evidentemente el sistema no está diseñado para la velocidad.
Se tardan hora y media en decidir dónde será la próxima reunión. Y nada más. Hubieran seguido discutiendo, pero dos policías en bicicleta llegaron a decirles que el parque ya iba a cerrar y que mejor se fueran.
Gracias a dios. Porque ya me estaba entrando frío. Y mientras camino de vuelta al trabajo me doy cuenta de que los días son cada día más cortos. La luna de la cosecha, o como le dicen los indios acá, la luna del cazador, está a punto de entrar en plenilunio.
Y pienso que estos chavos no están tan mal. A mí a veces me cuesta mucho más que una hora y media hacer que otra persona entienda un concepto, una idea. Menos aún ponerme de acuerdo sobre algo como una protesta.
Cada día caigo más en la cuenta de que es difícil encontrar a alguien que entienda, que escuche y que preste atención. Muy probablemente porque lo que uno tiene que decir es demasiado complejo o aburrido como para dedicar una hora. O puede ser que, como le decía a un amigo, he perdido control del lenguaje y cuando expreso algo apenas logro pintar en su mente una caricatura grotesca de mi mensaje.
Una ráfaga de viento (ha vuelto el viento) levanta el polvo sobre Main Street en El Paso y se cuela por el tejido de mi camisa veraniega. Está frío, está seco. De nuevo, el desierto muerde la piel. De nuevo comienzan a saltar chispas de electricidad estática cada vez que toco metal.
Y mientras apuro el paso y trato de llegar al confort del carro, me doy cuenta de que hay un salón mal iluminado. Adentro hay un montón de gente con los brazos alzados, moviéndolos. Por un momento pienso que son los indignados, pienso que también tuvieron frío y decidieron mover la reunión a un lugar más protegido de la intemperie.
Veo además una cruz y deduzco que no son los indignados, porque esos no creen en dios.
Me asomo, pego la cara al cristal y veo la luna reflejada y, a través de ella, los adoradores. Imagino que son pentecostales, pero no bailan ni cantan, así que no.
Sigo observando y no tengo ni la más remota idea de qué hacen o a quien adoran. El frío comienza a morder más duro y decido irme de vuelta al carro. Me alejo unos veinte pasos y vuelvo la vista. Es un Pare de Sufrir. ¡Hay un Pare de Sufrir en El Paso!
Antes de subir al carro y sentir una vez más ese frío que da unas pequeñas mordidas pronto se convertirá en el Frío de Mierda. Estoy por comprar un juego de mesita y sillas para salir a tomar café en el patio mientras aún se pueda.
Más de este autor