La estrenaron en 2012 en Totonicapán y en Quetzaltenango, sus espacios de vida y trabajo.
Tuve la fortuna de asistir a la puesta en escena en Xela, una fría noche de finales de año en el Centro Intercultural, en el espacio que alguna vez ocupó la estación del Ferrocarril de Occidente, y que luego pasó a ser una base militar, en los tiempos del conflicto armado. Espacio oscuro y helado, sin duda era el lugar ideal para montar una obra que explorara la idea de convertir a la ...
La estrenaron en 2012 en Totonicapán y en Quetzaltenango, sus espacios de vida y trabajo.
Tuve la fortuna de asistir a la puesta en escena en Xela, una fría noche de finales de año en el Centro Intercultural, en el espacio que alguna vez ocupó la estación del Ferrocarril de Occidente, y que luego pasó a ser una base militar, en los tiempos del conflicto armado. Espacio oscuro y helado, sin duda era el lugar ideal para montar una obra que explorara la idea de convertir a la audiencia en actor momentáneo y angustiado público al mismo tiempo. Esto fue un par de días antes de que Jordi, Bonifaz y Guillermo emprendieran un recorrido que los llevaría a atravesar México hacia los Estados Unidos, la ruta del migrante. Durante la travesía fueron presentando la obra en diferentes lugares, permitiendo que la obra sufriera las modificaciones que fueran necesarias, compartiendo con migrantes indocumentados en casas de migrantes, centros de asistencia social, universidades y otros espacios, e incorporándolos a las presentaciones.
Esta experiencia fortaleció la propuesta escénica y marcó la vida de los tres actores y directores. Hace una semana escuchaba a Guillermo relatar cómo el sonido del tren de los migrantes llegó a convertirse en una memoria auditiva recurrente que le salía al paso a cada momento. Las experiencias estéticas, a menudo, se cruzan con la vida cotidiana, se alimentan de ella y a su vez, alimenta los procesos de creación.
La semana pasada estuve presente en la visita guiada de la muestra A ver qué dice Dios, que intenta traducir la experiencia del encuentro con la migración en una exposición en la que cada uno de los espacios de Ciudad de la Imaginación se convierte en una pieza. La idea no se centraba en lo visual como tal, sino en el terreno de las sensaciones, proceso que logran de manera efectiva sin caer en la explicación ni en el drama.
Irse al Norte podría catalogarse como teatro experimental de carácter social, algo que a muchos podría causarle alergias y que recuerda la inconclusa y permanente discusión sobre el valor estético del arte comprometido. Pero las batallas ociosas no nos llevan a ninguna parte y se quedan siempre en puro discurso. Obras como Irse al Norte —y su versión plástica, A ver qué dice Dios—, que logran ser efectivas tanto en el plano de lo puramente estético como en el de la reflexión social, me dejan con la certeza de la posibilidad del arte como herramienta de sensibilización, sin que por esto abandone la rigurosidad como obra de arte.
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