Conocí primero su obra y después a él, José Salazar, artista, o más bien un transgresor del lenguaje, que camina por las calles de esta ciudad que nuevamente se atreve a trastocar. Hace unos años suspendió con hilos transparentes un árbol en medio de una habitación en completo silencio. El sueño de Buda, se llamaba la obra. Al entrar se experimentaba una profunda conexión con ese objeto inmóvil, de alguna forma al observar cada detalle esculpido por la propia naturaleza se creaba un diálogo con eso que no puede ser explicado, pero que existe en la parte más profunda de la conciencia. En otra ocasión paralizó una calle con objetos manchados de sangre que representaban a las víctimas de la violencia en este territorio que, por extrañas e incomprendidas razones, nos tocó desafiar día a día.
Y así la fértil obra de Salazar, su estudio es un mundo onírico lleno de piezas en construcción, cuadernos con anotaciones, bosquejos, ideas y sueños que desafían la realidad. El arte cumple su función cuando no está dispuesto al aplauso ni a complacer cánones, el arte es primeramente un acto de desahogo, una pregunta abierta, duda que no busca ser resuelta, más bien, expandirse, un acto desencadenado, explosión molecular, un animal salvaje que escapa siempre antes de ser atrapado.
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Frente a mí, la pieza que José me obsequió. Mientras intento escribir estas líneas, la observo, el reflejo de la luz se mezcla con el dibujo: nubes, árboles y una especie de torre, todo en blanco y negro. La pieza la coloqué justo en ese lugar porque al atardecer, sobre todo en días soleados, me parece que entabla una conversación con el resto de objetos que ocupan cada rincón de este espacio que habito, de eso se trata el arte también, de generar equilibrios, conversaciones silenciosas.
José Salazar se propuso alcanzar ochenta horas continuas dibujando, con ello se encamina a formar parte del libro de récord Guinness, según estudios, una persona puede aguantar setenta y dos horas sin dormir, luego de tres días la privación del sueño puede ser mortal, a pesar de todo, asumió el riesgo. Delirio, coraje, amor, determinación, en una ciudad en la que pasa de todo y al mismo tiempo, nada.
Su acción nos ha puesto a pensar –más allá del récord presumo que su principal intención es precisamente eso, movernos, reflexionar sobre el tiempo, sobre nosotras y nosotros mismos– en el Travis Bickle del arte quetzalteco dibujando: paradoja, absurdo, sensatez, sueño, locura.
Si al poder le da miedo la palabra, gestos como pasar ochenta horas dibujando le han de aterrorizar, o tal vez no. Traigo a memoria aquella escena de Forrest Gump cuando Forrest, el protagonista, decide atravesar una y otra vez corriendo el territorio norteamericano y un día, sin razón alguna, concluye su recorrido dejando a sus seguidores esperando una respuesta en medio de la carretera. Puede que José también sea nuestro Forrest del arte quetzalteco. Las conclusiones serán muchas y diversas, por fortuna.
Desde hace unos días esta frase me ha dado muchas vueltas: “La llama de un fósforo dura solo unos segundos, pero es capaz de incendiar un bosque”.[1] Capaz de incendiar un bosque, incendiar, incendiar, un bosque, un bosque. Creo que el artista José Salazar y su obra son eso: un incendio.
[1] Guillermo Arreaga, Salvar el fuego.
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