Hay un discurso muy bien elaborado desde hace mucho tiempo en el que la población pide (vota) y defiende las prácticas políticas que realmente no la favorecen. ¿Por qué digo que no la favorecen? Por la abundante pobreza. Por la violencia. Porque el Estado no funciona, ya que está dirigido por las mafias.
Desde hace un año hubo dos factores desequilibrantes. Uno, por supuesto, las investigaciones de la Cicig y del MP, que mostraron que las políticas públicas no llegan a quienes las necesitan, sino que son una forma de dorar la píldora para que ciertos grupos económicos mantengan el control de todos los negocios públicos. Esto hizo que quienes se veían afectados (militares, empresarios, bancos, políticos y medios) se unieran para defender su enorme trinchera.
La otra variable fueron las movilizaciones. Esto logró una politización de la sociedad que no se habría dado de otra manera. Participaron, sobre todo, actores urbanos en varias ciudades del país. Sin embargo, la presencia de los grupos organizados indígenas fue sustancial para forzar la renuncia de Otto Pérez, pues desde la Asamblea Social y Popular y desde la USAC se gestó el paro nacional del 27 de agosto, que luego obtuvo el apoyo de la capital, de algunas universidades privadas como la Landívar, de la CEUG en pleno y de empresas pequeñas y medianas, hasta que el mismo día se adhirieron los consorcios empresariales más grandes del país, que habían negado su participación aduciendo pérdidas millonarias.
Estas variables que empujan avances tienen un monstruo por delante, que es en muchos casos desconocido. Las entidades sociales (urbanas y rurales) están consolidando estas articulaciones porque se ha aprendido que para modificar un sistema (tan abstracto el concepto) se necesita de fuerza, de planificación, de mucho trabajo y de que todos estén dispuestos a ceder en algo para lograr un bien mayor.
Hay ciertas líneas claras: organización, acuerdos mínimos, formación política e histórica, reformas electorales para democratizar la manera de acceso a los cargos, cambios en las instituciones de justicia, mejorar la manera de la competencia, refundación de la SAT, profesionalizar el servicio civil, recuperación de los espacios en las instituciones públicas… En resumen, una lucha por contener la cooptación del Estado construyendo por fin instituciones acuerpadas por un movimiento ciudadano y sin caer de nuevo en las lógicas caudillistas.
La rueda está girando. Lo que varía es el tiempo en el que se moverá. Algunos quieren que de la noche a la mañana tengamos todo un sistema depurado, que funcione incluyentemente (algo que no se ha conseguido en siglos) y que seamos para ya una Noruega.
Ciertos conservadores, en cambio, se ven amenazados, quieren desacelerar el proceso estancando las reformas constitucionales —sobre todo el pluralismo jurídico y una carrera judicial sin injerencia de los despachos privados— y buscan la manera de recomponerse. Apelan al perdón fiscal pagando lo adeudado, hacen grandes campañas mediáticas en su defensa y atacan a quienes dirigen las pesquisas.
Considero que la vía está entre estas dos pulsiones. Buscar, por medio de una nueva plataforma amplia en la cual quepan actores diversos, que las transformaciones se vayan dando lo más rápido posible, pero conscientes de que somos una población conservadora en sí misma porque considera que tiene mucho (en realidad poco) que perder.
Creer esto ha sido la forma como se ha defendido culturalmente la estructura: lograr el consentimiento de esta forma de vida temerosa, en la que nacen amenazas extremistas por todos lados y aún resuenan las campañas en contra de un enemigo maximizado a conveniencia para valerse del negocio del miedo.
En este movimiento entre ambas posturas (refundacionistas y reformistas, diría un amigo), los lances en el tablero deben darse quizá con cierto aire napoleónico: «Despacio, que llevo prisa». Es decir, pensados, contundentes, hacia adelante, pero sin olvidar que una ciudadanía cautelosa difícilmente perdonará un descuido. Esto implicaría perder la posibilidad de (por primera vez en mucho tiempo) pelear por un Estado en el que la gente no se muera esperando un bus o una jeringa en un hospital.
Más de este autor