Tengo un alma mineral, eso ya lo sabemos; de modo que volver a la cuadrícula inorgánica de asfalto y locomoción bajo la roca no será sino un retorno a mi elemento. Así es debido: la piedra llama a la piedra como la litósfera a mi espíritu. ¿Cuánto mercurio recorre mi torrente? Es un dato que desconozco. Y aun si me desangrase hasta la última gota, me temo, habría un sedimento de vitriolo en mis arterias.
¿Qué es el hogar? No lo sé. Cuanto intuyo es que su sede no está donde nacemos, sino donde podemos descalzar nuestra sombra para sentimos cómodos con la idea de morir. No hay azar en que Occidente reconozca el comienzo de su tradición poética en las épicas de Homero. La Odisea es, en esencia, la epopeya del regreso de un hombre a su patria y a su hogar, su Ítaca querida. Hogar y patria coinciden en esta historia germinal; en mi balada, sin embargo, volver a la casa familiar ha dejado de ser un reintegro apetecido. Para decirlo con Lorca, poeta y mártir peregrino, “yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa”.
A diferencia de Ulises, la noción de “Patria” me devuelve a mí un paladar entre anacrónico y fascista, de modo que no hago con ella una sinonimia de “país”. El país de uno, recuerdo haber leído en algún Vargas Llosa, son tres o cuatro amigos y tres o cuatro paisajes. La razón toda. El caso es que a mi subjetividad ya no le quedan ni dos de los primeros ni tres de los segundos en este territorio de nombre Guatemala, el país que Pedro de Alvarado y Luisa Xicoténcatl improvisaron a fuerza de gemidos.
De este espacio geopolítico me llevo ahora seis platillos vernáculos, cinco cuadros de costumbres, cuatro dramas domésticos, tres problemas irresueltos, el recuerdo de dos pollitos, el cariño de los padres, una inherente paranoia, una cordial amebiasis y el firme propósito de no volver para fin de año, que será de paso el fin del mundo, según los agoreros. Me llevo, pues, un fin del mundo en el bolsillo, aunque sospecho que este gregoriano 2012 errará en su lectura maya de hecatombes. Comoquiera que fuere, se cierne una espada de Damocles en forma de desastre cuando escribo estas líneas, gentileza de Irán y de una bomba aeroportuaria. ¿Viviremos alguna puñetera vez en paz, por dios? Es más probable que secretemos almíbar por los ojos antes de sorprendernos habitantes de un orbe enteramente sereno y fraternal.
Cuánto querría poseer como tú, Carmen, la capacidad de diagnosticar y comprender de una manera tan tajante el mayor tipo de pobreza. O tener tu perspicacia para concluir que la mente y la actitud nos hacen ser libres o esclavos, “prosperar o fenecer, vivir o sumirnos en un estado de agonía permanente”. Mucho quisiera creer que es la simple actitud, y no una deficitaria producción de endorfinas a nivel bioquímico, la que nos puede hundir en la congoja; que es la sola mente, sin mediar la circunstancia ni el contexto, la que puede determinar nuestro éxito o fracaso en el trayecto de la vida. Mas lo patente es que la llamada realidad me pincela un panorama distinto.
En su inmortal Principito, Antoine de Saint-Exupéry puso esta verdad colosal en boca de un zorro clarividente: “On ne voit bien qu'avec le cœur. L'essentiel est invisible pour les yeux” (no se ve bien sino con el corazón, pues lo esencial es invisible ante los ojos). Sea. Pero es indubitable que no siempre resulta de buen ver la amalgama del azogue y uno mismo en el espejo. Lo que veo de mí me petrifica, igual que un basilisco y su mirada. Pero con esto me redundo puesto que antes ya era piedra, y entonces salgo a rodar a sabiendas de mi arena. El mar, la sal, la espuma… Y el peñasco que se empeña en empañarme la bitácora. Es la peña de Sísifo, supongo, tal vez resignado ante lo cíclico, pues incluso desde niño rehuía el carrusel por producirme una especie de náusea.
Pero un nuevo ciclo es lo de menos. Lo demás, qué importa ya. Con Sabina en el pecho, anhelo que “el equipaje no lastre tus alas, que el calendario no venga con prisas, que el diccionario detenga las balas… Que las persianas corrijan la aurora,? que gane el quiero la guerra del puedo,? que los que esperan no cuenten las horas, que los que matan se mueran de miedo”. Y, entre esta multitud de subjuntivos, alzo mi mano en saludo franco, con la otra ocupada por una guirnalda de buenos deseos destinados a ti.
Todos los abrazos,
Ramón
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