La excusa de los viejos fue la misma: debemos respetar el hogar. ¿Cuál es la parte irrespetuosa en ejercitar el placer más excelso que evita que la humanidad se extinga?
Esta manera de espantarnos tiene antecedentes relevantes. Las relaciones padre-hija y madre-hijo tienen eso de amor-odio. Se genera entre ambos un encantamiento primigenio que se rompe hasta que el niño trasciende el complejo edípico, cuando admite que este es imposible de materializarse.
Y un poco por ese nexo se desata una celotipia furiosa, sobre todo (gracias al machismo) entre el padre y la hija, donde el ruco por default odia al novio, que tiene que venderse como un hombrecito lo más maduro posible, que ofrezca un futuro decente para la princesa.
Ay de aquel que no conduzca un automóvil porque eso prácticamente lo descartaría de conectarse a ciertas chicas de círculos familiares exclusivos. Tengamos claro que aquí la clase media es un lugar muy exclusivo. La mayoría se ahoga en la miseria.
También hay madres que acostumbran hablar mal de la nuera porque no cumple a cabalidad los caprichos del nene, que está acomodado en cierto apaciguamiento en el que sin chistar le llevan la comida a la boca. La chica, crecida en otra época, no se adecúa a los planes de la señora.
En ambos casos se da una confusión porque se ha aprendido que deben buscarse moldes tradicionales (la virginidad en la mujer o que el hombre mantenga económicamente el hogar). Y aunque se sepa conscientemente que es una locura replicarlos, es difícil derribar las estatuas arquetípicas labradas por los padres y los abuelos y los bisabuelos.
Me decía un amigo que su madre no permitía que la novia se quedara más allá de la una de la mañana en su casa. La madre en vilo esperaba con café para no dormirse hasta que despedía desde el balcón a la jovencita.
La madre luego le confesó que esperaba despierta para que la luz apagada de su alcoba no diera lugar a que los vecinos pensaran que aprobaba que su hijo mantuviera relaciones sexuales.
Entonces, para mostrar el respeto a la casa, los jóvenes que aún no viven solos optan por acudir a los moteles, según el presupuesto. Hay para cada predilección. Parece que eso es lo que los padres prefieren: simplemente obviar lo que sucede, aunque de hecho sepan que esté sucediendo.
También hay jóvenes sin dinero pero con carro que lo hacen allí dentro, incómodamente. La creatividad es infinita. También hay barrancos, jardines, baños. En fin, ustedes sabrán.
Estas cosas no pasan en todos lados. Tengo amigos de otros países en cuyas casas lo más normal es que la novia se quede a dormir con el hijo, como algo de la naturaleza humana. Tampoco ven con desconfianza a los que tienen tatuajes o piercings. Incluso, en sus países, luciéndolos en los brazos la gente es contratada por los bancos y los restaurantes de comida rápida.
Nuestra cultura es tan conservadora. Se aferra a que nada cambie porque se cree que hay mucho ganado por perder. Por eso vemos que, a pesar de las marchas y de todo lo que se dio, la sociedad se resiste a dar pasos más significativos.
No fuimos capaces de reformar mínimamente la Ley Electoral para cambiar la forma como los líderes llegan corruptamente al poder y nos conformamos en esta segunda vuelta con un par de candidatos mediocres, por decir lo menos. Y ciertos sectores lo asumen como una fiesta narcótica de arcoíris.
Sin embargo, la esperanza de mantener la indignación persiste con la juventud menos contaminada por los prejuicios miedosos. Aunque de momento no tengamos opción real de hacer cambios sustanciales dentro de esta lógica de estructura vertical, hay maneras de rebelarse desde nuestra forma de vida. Y por ahí va la invitación.
Lo hablaba con un sexagenario que participó en las jornadas de 1968 en París, Berlín y Tlatelolco. Me contaba sobre la imposibilidad que tuvieron en ese entonces de rajar permanentemente el sistema. Entonces, esta energía se enfocó en la implosión cultural que estalló después de la guerra de Vietnam.
Las guerras preceden a una generación de escépticos que han visto de frente el rostro venerable de la humanidad podrida. Quizá estamos asimilando aún el final de la guerra fría y nos toca convivir con la resaca de las sociedades destruidas por la ambición y la intolerancia.
Está claro que en nuestra generación la diversidad se asimila con mayor facilidad: las tendencias sexuales, el deseo de conocer y apreciar la multiculturalidad, la libertad de expresión, el derecho a rebelarse pacíficamente o a simplemente cuestionar esta forma de existencia, el respeto a las creencias o no creencias religiosas, los ventarrones artísticos por todos lados...
Estos lapsos convulsos, cuando la gente se encabrona, pueden aprovecharse para cuestionar la manera de relacionarnos y hacerlo sin tantos adoquines mentales. Podemos desafiar la realidad antipoéticamente, algo así como lo que plantea Nicanor Parra: «Revolución cultural: 99 = 100».
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